Aunque muchos pensábamos que este año no hubiera tenido que haber EBAU (Evaluación de Bachillerato para el Acceso a la Universidad, la selectividad de toda la vida) por razones de prevención de riesgos, finalmente tuvo lugar y la cosa se desarrolló razonablemente bien, con mascarillas, controles de seguridad y geles hidroalcohólicos por doquier. Incluso en algunos aspectos las condiciones fueron mejores, pues hubo menos alumnos por aula, y así la vigilancia resultó mucho más sencilla y efectiva.

Los profesores llegamos al final de curso extenuados, deseando coger las vacaciones y, sin embargo, no es raro que al terminar nos sumamos en una cierta murria o melancolía. Mientras que en otros trabajos, a la vuelta de vacaciones te reencuentras con los compañeros, el profesor pierde de vista, seguramente para siempre, a los alumnos que lo han acompañado durante el año.

A mí la EBAU, este año, me ha deparado aún más causas de melancolía, y de fatiga, por supuesto, que corregir 150 exámenes en cuatro días agota a cualquiera. La primera es comprobar la manera anticuada y rutinaria en la que se siguen enseñando la lengua y literatura: salvo por un par de detalles, el examen de 2020 podría ser el de 1998, cuando me examiné yo, en el pabellón de deportes del Instituto Pedro de Valdivia de Villanueva de la Serena. La misma importancia desmedida a algo tan estéril como el examen sintáctico, que se come la mitad del temario, la misma visión de la literatura como una lista de autores y tópicos que aprenderse de memoria, lista que parece terminar con la muerte de Franco, pues casi nunca se llegan a estudiar autores de finales del siglo XX, no digamos del XXI. Por cierto que en otras comunidades, una de las dos opciones contiene un poema o fragmento de novela o teatro: aquí son dos columnas de periódico, que solo varían en el tema, aunque al menos las de este año estaban bien escogidas.

Entre las redacciones de opinión personal, sobre el artículo «El lugar de los libros» de Francisco Rodríguez Criado, publicado en este mismo diario, en medio de tantos comentarios inanes, reveladores de una pobreza mental desalentadora, uno se topa con una emocionante declaración de amor a los libros «que te arrancan del sillón y te llevan a dar un paseo por el Londres de 1942 o por la Varsovia actual (…). Los libros son buenos compañeros. No te juzgan, no te critican, no se meten contigo. Están para ti siempre que los quieras», una redacción que hace recobrar la esperanza y a la vez suscita la melancolía de no poder felicitar personalmente a quien la escribió (aunque ya se llevó un diez, pues el examen estaba perfecto).

Melancolía también porque tengo la costumbre de preguntar a los alumnos, según van terminando ya en el último día, qué van a estudiar. De todo había, pero me apenó ver qué pocos van a quedarse a estudiar en Extremadura. Desde el muchacho que no sabe qué va a estudiar pero que se irá a Salamanca porque está cansado de vivir en su pueblo, al chico y la chica que se van, a Salamanca o Granada, porque aquí no se ofrecen Psicología o Traducción e Interpretación. Y a cambio es rarísimo el salmantino o granadina que viene aquí a estudiar.

Melancolía por ver la rigidez con la cual las personas tenemos que adaptarnos a los procedimientos, y no al revés, con resultados como que algunos profesores tuvieran que quedarse toda la tarde vigilando a un solo alumno de francés, pues agruparlos en un aula hubiera sido «mucho lío» o tener que ir a Badajoz tres veces, a recoger los exámenes, a entregarlos corregidos y a la segunda corrección. Antes, los exámenes se repartían también en Cáceres, pero se centralizó todo en Badajoz porque «era menos lío» y en eso, como en tantas otras cosas, nos dejamos dócilmente comer el terreno.

*Escritor.