Para lo bueno o lo malo, somos vulnerables. Creo que alguna ve me lo han leído escribir y, a fuerza de repetirme, cada vez estoy más convencido de ello. El sábado pasado me fui de cena con mi cuñado Javier , uno de esos grandes tipos que he tenido la suerte de conocer en la vida. Con nosotros estaba Miguel , su hermano y también mi amigo.

Lo pasamos bien, reconozco, alrededor de unos platos riquísimos y unas bebidas aún mejores. Todo transcurrió cumpliendo los cánones del verano más auténtico en la ciudad y nos fuimos a dormir con esa sensación de que habíamos aprovechado bien el momento para ponernos al día acerca de nuestros respectivos trabajos y demás historias que contar.

El martes Miguel sufrió un derrame cerebral que le ha llevado al hospital. Se sintió mal y pidió que llamaran a una ambulancia. De ahí, al quirófano y a la incertidumbre de qué pasará ahora con su cuerpo. Solo habían pasado tres días desde que nos vimos. Ninguna señal, ningún síntoma que yo al menos advirtiera de que algo así podía ocurrir. Todo lo demás han sido escalofríos y preocupación desde entonces.

Estoy convencido de que Miguel saldrá de ésta, la fe y la confianza en el buen hacer de los médicos deben guiar nuestra conducta cuando llega el momento de los hospitales. Lo aprendí el verano pasado cuando mi padre enfermó y ya nunca más volvió a casa. Por eso hoy, si me lo permiten, quiero ponerle un nombre a esta columna, algo a lo que no suelo acudir si no fuera porque esta vez nos estamos jugando la vida en ello.

Es curioso cómo puede cambiar todo en un segundo, cómo somos de frágiles, qué imperfectos... Asomarse a la ventana de estos tiempo exige fortaleza y fuerza, eso mismo de lo que ahora tanto necesitan los familiares de mi amigo Miguel . Hasta me parece que ha pasado más tiempo desde que le vi llegar y bromear con su hermano la otra noche. Tanto, que ojalá pronto nos volvamos a juntar para cenar.