Ya sabemos que en los pueblos se vive bien, pero se podía vivir mejor. Me mata la resignación y el cuento de quienes ven lo rural como la tranquilidad de una siesta, el detener de las agujas del reloj y, en suma, el conformismo personificado. Yo soy de pueblo y, aunque resido y trabajo ahora en una ciudad como Cáceres, sé lo que es un pueblo extremeño de cabo a rabo: sus rentas, quien las tiene; las chapuzas sin declarar; las peonadas para luego trabajar en las calles; las nóminas, las propias o las del cónyuge; el trabajo de jornalero en el campo; el paro, el subsidio, la renta básica; la huída en tiempos a la gran ciudad para trabajar en la construcción y ahora volver nuevamente al campo o al instituto; la terrible emigración; el valor de los abuelos y la familia que nunca abandonan. Todo eso. Pero lo bucólico, lo bello que tiene lo rural, contrasta de bruces con las cifras. Y aunque hay matices, miles, lo cierto es que en el último informe de la Agencia Tributaria publicado esta semana por este periódico ocho de los veinticinco pueblos con rentas más bajas de España son extremeños.

Una economía muy ligada a los jornales agrarios, la falta de un tejido industrial o empresarial y un sector servicios meramente testimonial colocan a estos ocho municipios extremeños, de los 2.964 que hay en toda España con más de 1.000 habitantes, entre las localidades con menor renta del país. Y eso es para hacérselo mirar, porque pueblos, lo que se dice pueblos, hay que en todas partes, porque pareciera que, de repente, para algunos lo rural fuera patrimonio exclusivo de Extremadura.

Zahínos --en segunda posición tras la localidad granadina de Zafarraya-- abre la representación extremeña a la que se unen otros seis pueblos de la provincia de Badajoz y uno de la de Cáceres. La Parra, Oliva de Mérida, Fuenlabrada de los Montes, Higuera de Vargas, Ahigal, Puebla de Obando y Esparragosa de la Serena le siguen en esta lista donde no hay pobreza pura y dura, es a ojos de Hacienda donde se gana menos renta. La apelación a la economía sumergida, --que la gente vive bien pero no declara nada-- es siempre recurrente en estos casos, pero ¿qué pasa? ¿En el resto de los pueblos de España todo se hace de manera super legal? Venga ya, eso no se lo cree nadie. Prueba de que en los pueblos no es oro todo lo que reluce es la emigración que no cesa y eso es por falta de empleo u oportunidades. Sirven de ejemplo Zahínos, que en los años 80 contaba con más de 3.200 habitantes mientras que hoy se queda en 2.800, o Higuera de Vargas, que llegó a tener 5.000 habitantes y en la actualidad apenas supera los 2.000.

Hay que hacer algo. Tienen razón los presidentes de las diputaciones de Cáceres y Badajoz, Rosario Cordero y Miguel Angel Gallardo, cuando esta semana han dicho que hay que mirar a los pueblos impulsando planes como el aprobado el pasado miércoles, de la mano de la Junta de Extremadura, de mejora de la atención social en el entorno rural.

Pero no es suficiente. El Estado debe emprender, como ha remarcado Gallardo, un plan especial de empleo dirigido a los municipios con menos nivel de renta con el fin de que ganen en poder adquisitivo y se acerquen o equiparen a la media del conjunto del país. Porque de seguir así, los pueblos no pararán de retroceder en población y llegará un momento de no retorno en que será imposible cambiar la tendencia.

Está claro que lo que fija población es el empleo y lo que genera rentas altas es la industria. Los servicios equiparables a los de las ciudades ya casi se han logrado y las infraestructuras y comunicaciones realizadas desde la llegada de la autonomía han adquirido un nivel óptimo en algunos casos; falta la generación de actividad empresarial que permita establecer planes de vida para aquellos que son de pueblo y deciden continuar en ese pueblo para eso: ser felices y vivir si cabe mejor que en una ciudad.