El primer éxito de toda moción de censura es que marca la agenda política del país. Eso sucedió en la sesión parlamentaria del pasado miércoles 29. Era la última del curso y, además, se trataron asuntos de la máxima trascendencia, pero finalmente solo quedaron dos debates: la decisión de la bancada socialista de no guardar las distancias de seguridad y la moción de censura anunciada por Santiago Abascal.

Agosto, salvo sorpresa o desgracia, es un mes de transición hacia la nueva temporada política. No suele haber grandes noticias y, por tanto, también Abascal será protagonista, junto a la evolución de la pandemia. Todavía siendo solo un anuncio. Después, una vez presentada, ocupará toda la atención de los medios hasta su celebración y, dependiendo de su transcurso y resultado, una o dos semanas más. Cuando todo termine, la táctica de Abascal habrá ocupado aproximadamente dos meses y medio de la agenda política, es decir, casi la mitad del segundo semestre del año. Un semestre en el que, por ejemplo, se tienen que aprobar los presupuestos.

Las mociones de censura son un instrumento político de primera magnitud, y despreciarlas es un error mayúsculo. También puede ser un problema para quien las presenta, precisamente por tratarse de una herramienta tan potente. Pero nunca, nunca, son inocuas.

De los tres intentos fallidos llevados a cabo en España desde 1977, podemos decir que fueron fracasadas las mociones pero no las censuras que llevaban aparejadas. El 30 de mayo de 1980 se votó la que presentó Felipe González contra Adolfo Suárez, que ganó el Gobierno (166 votos en contra, 152 favorables, 21 abstenciones y 11 ausencias), pero Adolfo Suárez dimitió el 29 de enero de 1981, ocho meses después.

El 30 de marzo de 1987 se votó la que presentó Antonio Hernández Mancha contra un Felipe González con mayoría absoluta, que lógicamente ganó el Gobierno (195 votos en contra, 66 favorables, 72 abstenciones y 17 ausencias), pero en las siguientes elecciones generales, de 1989, González perdió la mayoría absoluta por primera vez desde 1982, e IU casi dobló su resultado en votos y escaños.

El 14 de junio de 2017 se votó la presentada por Pablo Iglesias contra Mariano Rajoy, que ganó el Gobierno (170 votos en contra, 82 favorables, 97 abstenciones y 1 ausencia), pero Rajoy salió el 1 de junio de 2018 por otra moción de censura, casi exactamente un año después. No parece, pues, que las mociones perdidas acaben sin censura.

Más allá de marcar la agenda política y suponer, como mínimo, un obstáculo grave para el Gobierno, este instrumento político tiene algunas particularidades con las que se puede jugar hábilmente. Por ejemplo, el candidato puede ser cualquiera. De hecho, estos días se rumorea que Abascal podría no serlo, de manera que la censura se ampliaría más allá del ámbito de Vox, lo que facilitaría ganar votos en el Congreso pero, sobre todo, lo que es más importante, simpatía social para el futuro. Otro elemento con el que se puede jugar son las abstenciones. Aun perdiendo la votación —parece claro que Vox la perderá—, si se arañan suficientes abstenciones como para socavar la mayoría de la investidura, el Gobierno queda parcialmente deslegitimado.

Quizá el elemento más interesante de las mociones de censura es que son síntoma de inestabilidad social, más o menos soterrada. Aunque el impacto del coronavirus haya «anestesiado» temporalmente a la sociedad española, es evidente que continúa vigente la censura a la clase política y a algunos elementos sistémicos de nuestra democracia. No es casual que, cuando Abascal presente la suya, de las cinco mociones en más de cuarenta años, tres lo habrán sido entre 2017 y 2020. El pasado nos da pruebas: el golpe de Estado de 1981 se produjo menos de un año después de la moción de González contra Suárez, la exitosa huelga general de 1988 ocurrió veinte meses después de la presentada por Hernández Mancha contra González, y el Gobierno de Rajoy decayó un año después de la presentada por Iglesias en 2017.

Creo que he enumerado factores suficientes para tomarse en serio la moción de censura anunciada por Santiago Abascal, pero en la política española tiene más éxito la técnica del avestruz.