A los seis meses del inicio de la primavera árabe, Marruecos ha dado un paso importante en su particular camino hacia la democracia. Mohamed VI ha apostado por la reforma, lo que evita una ruptura, y lo ha hecho mediante una nueva Constitución que los marroquís deberán aprobar en referendo. La nueva Carta Magna reduce los poderes casi absolutos del monarca que pasarán ahora a manos del primer ministro y del Parlamento, aunque el nuevo ordenamiento le reserva todavía mucha capacidad de intervención. También reconoce la lengua amazigh y garantiza la libertad de culto, aun siendo el islam la religión de Estado. Pese a los avances, falta un buen trecho para que Marruecos sea una auténtica monarquía parlamentaria ya que la separación de poderes, intrínseca a la democracia, no queda bien delimitada. Esta nueva Constitución tiene además otro problema. Ha nacido con el pecado original de ser otorgada. A diferencia de Túnez, que elegirá un Asamblea constituyente para escribir su nueva Carta Magna, en Marruecos fue el rey quien nombró a una comisión redactora. Bien es cierto que entre los autores hay personas de reconocido historial democrático y se ha consultado a los partidos, pero el resultado no deja de ser un documento impulsado desde el régimen y no elaborado en representación del pueblo soberano. Su aplicación demostrará si el deseo de Mohamed VI de democracia es auténtico o cosmético. No sería la primera vez que palacio frustra las aspiraciones de la gente.