Era un morfema travieso que, de palabra en palabra, saltaba igual que una cabra brinca por el monte espeso. Era un morfema sufijo, que un rabo trocó en rabino, chuletón en chuletino, y de clavo hizo Clavijo.

De salto en salto siguió hasta llegar al Congreso y allí, buscando más peso, a un diputado encontró. Y el morfema saltarín al congresista ostentoso se encaramó vigoroso cual si fuera un arbequín.

El diputado en cuestión era un hombre presumido que, de provincias venido, solo buscaba ocasión de medrar en su partido importándole un pimiento no tener merecimiento ni valor reconocido. Aunque cierta verborrea, una pizca de soltura, cuatro gramos de cultura y una mente maniquea, bien lo pasaran por culto, o al menos por enterado, ante cualquier despistado en los errores de bulto.

Era tanta la ambición del diputado invadido que quiso sacar partido de su labia y su dicción. Ofrecióse voluntario para inaugurar un pleno con un discurso muy lleno de improperios al contrario. Y al comenzar la diatriba, con ademán elegante dio tres pasos adelante y, como aquel que se estriba en una roca elevada para ver en lo distante, así se apoyó al instante en la tribuna indicada que en aquel magno auditorio sirve para que el ponente epate a toda la gente con su dispendio oratorio.

¡Cuánta facundia mostraba el diputado orador! ¡Qué elocuencia, cuánto ardor nuestro prócer derrochaba! A troyanos junto a tirios, a todos puso en cuestión. Nadie encontró salvación. ¡Fue un verdadero martirio!

Mas el morfema escondido en la selecta mollera, (que aguardaba la manera de mostrar su cometido), despertó de su letargo y, en mitad de aquel discurso con que se iniciaba el curso de los reproches amargos, hizo notar su presencia. En cada frase sonora, en cada insulto a deshora, en cualquier inconveniencia, iba añadiendo un afijo, un incremento curioso tal que a vista hace vistoso o a bota troca en botijo. Hablaba el prócer de gente, y le salía gentuza; de los precios de la leche, y era asunto de lechuza. Si diligente atacaba al gobernante de turno, de su boca era Saturno lo que el Congreso escuchaba. Y lo peor del desquicio fue con prefijos en «in», que más que añadir al fin, colocaba en el inicio. Reclamaba competencias, e incompetencias decía, y la gente se temía fuera aquello una demencia. Quiso decir «soy capaz de ofrecer alternativas», mas sus palabras esquivas le dieron por incapaz. Insuficiente, afirmaba, era su propio partido para atajar el olvido en que España se encontraba. Así, sin querer, fue inculto, insoportable, irreal, intolerante y banal, amén de impaciente estulto. Y aunque parezca mentira, sus compañeros de bando, esta locura ignorando --más propia de quien delira--, al diputado orador aplaudieron largamente como comulga un creyente con las Tablas del Señor.

La historia del diputado por el morfema invadido, llega a su fin. Voy servido si quien leyera, avispado, este poemilla jovial dijera: «Pues no es tan raro encontrar harto descaro en el coso nacional.»

A modo de moraleja: para quien suba a un estrado (como subió el diputado), haga caso a esta conseja: si discurso has de hilvanar, huye de frases altivas, de denuestos, de invectivas, y de tanto perorar. Habla con el corazón, con parlamento sincero, pues la verdad del porquero es también de Agamenón. Verás que cualquier persona, el ciudadano de a pie, podrá tenerte más fe, sea en Chiclana o en Bayona.

*Profesor emérito.