XQxué es en realidad Maradona sino un raudo malabarista, un hábil o, por decirlo con palabras de reportero deportivo, un genial regateador. Nada más. No obstante, parece mentira que pueda significar tanto para tantas personas insignificantes. No es anecdótico el hecho de que sea un pibe nacido en los suburbios y que una habilidad innata lo haya alzado a lo más alto. Esto lo convierte en el nuevo Gar§ón de Ida que seduce a los dioses con su belleza y es invitado a subir con ellos a los cielos, aunque sea en calzones de futbolista. Y es que ya no hay protocolos en el cielo.

Maradona, todos los maradonas que siempre ha habido, son la culminación de un mito. Es como si con ellos nos quisiera decir la historia que el Paraíso no le está vedado a los humildes. En ese sentido, también doña Letizia es otra manifestación de este mito. Porque a la gente le gusta creer que la gloria es ciega y caprichosa y que algún día puede tocarla a ella con su barita mágica. Quién sabe. Sin embargo, en todos los mitos, bajo una capa de confusa sociología, sólo se esconde un cuento, un afán por trascender, un anhelo por superar esta barrera de carne y olvido al que llamamos vivir. En cuanto escarbamos, nos damos de narices con un locuelo o con un toxicómano o con las dos cosas a la vez.

Elvis, Marilin, Michael Jackson, Maradona y tantos otros son ejemplos de este tipo de personas que, en un momento determinado, son elevadas hasta donde ya no hay nada más por estos pontífices de la prensa que tienen la virtud de construir, con un puñado de titulares, puentes que unen las fabelas con el Olimpo. El periodismo ha contribuido notablemente a que este invento adquiera proporciones de tragedia. Sobre todo, desde que un periódico se ha convertido en poco más que un puñado de papeles que, por el precio de un euro, tiene la potestad de crear imperios, de aupar o derribar gobiernos, de conceder a algunos hombres el privilegio de la gloria. Lo que corre por las venas de un periódico no es tinta, sino sangre de mitos. De ellos se alimenta. Saben que lo que desean los ciudadanos no son noticias verídicas, sino ilusiones palpables. Y ellos las ofrecen cada mañana a un precio de risa. Pero ningún mito ha arraigado tanto entre nuestra generación como los del éxito y el fracaso. Estos mitos llevan a la locura a la mitad de la civilización y al presidio a la otra mitad. El fracaso es el anonimato, un coche de segunda mano, un verano sin excursión y un hijo jugando en regional preferente. El éxito es una plaza de garaje, unas tarjetas de crédito, una portada en la prensa y unos minutos en televisión. A muy pocos interesa la felicidad si viene acompañada del anonimato. Luis Landero tiene escrito que la felicidad lo único que exige es la paciencia de acostumbrarnos a su monotonía. Pero eso ni es glorioso, ni es rentable, ni es periodístico. En su origen, la palabra éxito significaba irse de un lugar. Y, en cierto modo, hemos logrado atraer al término hasta su primera significación, en el sentido de que no hay mejor manera de salir de este puñetero pozo de mediocridad en el que nos han sumido los exitosos de todos los pelajes que logrando un éxito rápido y remunerado y mandarlos a todos a la mierda. Y luego vivir un feliz y largo y aburrido anonimato.

*Escritor