Vienen de triunfar en una profesión difícil y a menudo incomprendida o malinterpretada. Son bailarines, de los de talento, genio y figura. Cada uno en su estilo. Uno es Igor Yebra, que habla en Abc de su ambición, hasta no parar de actuar, cambiando de compañía: "Hubo un momento en que quería respirar y no ceñirme al trabajo concreto de una compañía. Buscaba vivir otras experiencias. Eso te lleva a saber disfrutar mucho más el momento y aprovechar más las oportunidades que te surgen". Ahora está en el ballet de Burdeos que dirige Charles Jude, discípulo de Nureyev. La experiencia le ha gustado: "Cambia mucho la perspectiva. Se hace hincapié en la limpieza de los pasos y en la técnica, aunque eso puede hacer que el baile sea un poco más frío. Pero Jude posee una gran sabiduría y sabe muy bien lo que dice".

El otro es el temperamental --el hombre, como le llamaban al principio-- Joaquín Cortés, contento por su éxito en Madrid ("Llevo triunfando hace años en todo el mundo, pero cada vez que venía aquí me crucificaban") y dispuesto a cuidar el cuerpo: "Antes no me echaba crema ni nada de nada, pero ahora me lavo por la mañana, me echo mi crema y ya está". Al contrario que Yebra, Cortés ya sabe parar: "La mejor cura es parar en seco e irte unos días a la playa. Perderte y olvidarte del teléfono". Tópica pregunta sobre si los diseñadores le llaman por su talento o por su cuerpo: "Espero... no, estoy seguro de que ha sido por mi talento". Además de crema, se echa su colonia: "Se llama Yekipé, que significa en mi lengua gitana, en romaní, identidad".