Una vez consumado el ultimátum del presidente estadounidense, George Bush, a Sadam, el mundo entero está ya en estado de alerta. La guerra es una realidad inminente, empiece hoy, mañana o pasado la lluvia de misiles contra Irak. Meses de maniobras diplomáticas han acabado en el mismo punto en que empezaron: la comunidad internacional ha de resignarse a que, le guste o no, ahora la única ley es la voluntad de Estados Unidos. Y su voluntad ahora es instalar un Gobierno dócil sobre los campos de petróleo iraquís. Las conclusiones de los inspectores de desarme de las Naciones Unidas sólo iban a ser tenidas en cuenta si condenaban a Sadam y ayudaban a justificar el ataque. Y las votaciones en la ONU, lo mismo.

La guerra puede ser una campaña triunfal y relativamente incruenta o el inicio de una larga sangría con imprevisibles secuelas terroristas y económicas para Occidente. Una cosa que está clara es su final: la derrota de Sadam. Pero otra es la liquidación del actual esquema de legalidad internacional, la crisis de la ONU y la ruina de la UE como proyecto político autónomo. Vienen malos tiempos. Sólo la vigorosa contestación que emerge desde las opiniones públicas europeas ofrece un rayo de esperanza.