En todo belén hay figuritas más o menos rotas. En el mío también. Mutilados de barro. En todo belén hay un manco, un cojitranco y hasta un gallo que perdió su cresta. Todos somos barro. Barro que alienta en los que nos llamamos vivos. Barro en todo caso. Solo barro. Por eso no es extraño que haya en el mundo tanto quebranto. Reciban ustedes y ellos, los cuerpos llagados y las almas atormentadas, mi más entrañable abrazo.

Porque a los belenes se vuelve. Se esconden por enero y por diciembre se desentierran. Los belenes se guardan donde se guardan los recuerdos de la infancia. La propia. La de los propios hijos. Y hasta la de los propios nietos. Echo en falta, pasados los años, los belenes que en mi vida han sido. Entonces todo era más sencillo. Musgo sin medida. Ilusión en mis ojos de niño también sin medida. A todo trapo. Y eso que el belén de mi infancia era un belén humildísimo. Y, sin embargo, al recordarlo recuerdo todo lo perdido desde entonces.

Hubo un tiempo en que éste que esto les escribe aprovechaba los casamientos para regalar, si no belenes completos, al menos nacimientos. Un sanjosé, una virgenmaría y un niñodios. ¡Y un burro! ¡Y un buey que bien quisiera ser toro! De barro, por supuesto. Como yo mismo. Como aquellos a quienes se lo regalaba. Regalaba sagrados misterios en señal de buen augurio y, no lo negaré, porque regalar exprimidores es propio de gentes de sangre negra y porque los dígitos de las cuentas corrientes me dan calambres. Regalaba nacimientos. Ahora no. No tengo ocasión. Ya no se me casa nadie. También, gentiles lectores, esto echo en falta. Quizá porque los regalaba con el afán perverso de vivir en ellos; de que cada año, al montarlo, esa familia recordara mi nombre. Yo heredé el que regalaron por su boda a mis suegros. Y aún los recuerdo. Era un belén de cierta alcurnia en el que al camello de Gaspar le faltaba una pata; medio armé una con plastilina, pero nunca quedó sano del todo. Luego, de tanto quitar y poner, a una oveja le quebré un jamón y por allí asomó un hierro que, con el tiempo, acabó herrumbroso. Cada año se me aparecía la misma oveja, descarnada, con su alambre de pirata cojo; y cada año la colocaba entre verduras para disimularle la tara,… pero siempre cerca del recién nacido (para que Él mitigara sus dolores y a mí me perdonara el daño que causé).

Ya no monto belén. Estoy en esa edad incierta en que me faltan niños (y mayores). Pero sé dónde duerme el belén mío: en la panza oscura y fría de un inmenso jarrón chino. En una caja extraviada guardo las menudencias: un chorizo de cuerda, la ropa de colgar, el bastón de san José, un botijo y un porrón. Y más. Un pan de hogaza… El pan de Cristo. Danos hoy nuestro pan de cada día…

Belenes entre niños y villancicos (y entre mutilados). Hombres y mujeres que viven y callan con el dolor a cuestas. Peregrinos. Amigos que sufren. Por esto o por aquello. Por un riñón de menos o por un desengaño de más. Mutilados hechos de nuestro mismo barro. Tal cual enfermos de ELA. Tal cual quien cuida de ellos. En todo belén hay un mutilado. Una figura rota, con el alma en vilo, alguien que quiere morir. En el mío, aunque duerma en el vientre oscuro y frío de un jarrón chino, también. Un hombre que llora. Una mujer desesperada. Si no fuera así belén no significaría belén. Ténganlo en cuenta cuando lo monten; que no se queden los tullidos, ni sus manos rotas, ni sus cabezas rodadas en el cajón del olvido. Ellos también quieren celebrar que cada año, por estas fechas, nace un niño capaz a dar sentido a nuestras vidas descalabradas. Yo, por la presente, a todos les deseo lo mejor..