Cuando apenas si estamos viendo la luz al final del túnel catalán, la aprobación del cupo vasco en el Congreso nos enfrenta con rotundidad a las contradicciones de un sistema político que no acaba de encontrar el rumbo para reorientar un país ciertamente desnortado.

El “shock” independentista parecía que nos había ayudado a consensuar en tiempo récord algo importante: las permanentes concesiones —singularmente económicas— a los nacionalismos no han logrado contentar a Cataluña. También parece que nos hemos puesto de acuerdo en que la praxis educativa y el uso de los medios de comunicación han hecho una Cataluña menos libre y por supuesto enajenada de España.

Alcanzados a toda prisa tan frágiles consensos y esperando que la aplicación del artículo 155 y las elecciones de diciembre nos permitan evitar el abismo, aparece el cupo vasco. Ya saben, el cálculo fiscal basado en el concierto económico consagrado en el Estatuto de Autonomía del País Vasco de 1979 (art. 41.1).

Un concierto económico que fue impulsado por Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo (acuerdo en diciembre de 1980, ley en mayo de 1981), renovado por José María Aznar (Ley 12/2002, de 23 de mayo), ampliado en favor de las competencias vascas por Mariano Rajoy (Ley 7/2014, de 21 de abril) y ahora, de nuevo, mejorado por Rajoy en 2017.

Piensen bien el contexto en el que esto se produce. El 20 de septiembre de 2012 Artur Mas se reúne con Rajoy para pedirle un “concierto catalán”, que le fue negado por anticonstitucional; poco después de terminar la reunión, Mas dice que “si la negativa es tan evidente, habrá que tomar decisiones en los próximos días” y, efectivamente, siete días después se vota en el Parlament una moción que pedía convocar una consulta sobre la independencia de Cataluña, aprobada con el voto en contra de PSC, PP y C’s. Así nacieron los bloques independentista y constitucionalista.

Cinco años después, este origen del conflicto estalla en los acontecimientos catalanes que todos conocemos y, al mismo tiempo que el Poder Judicial encarcela a independentistas catalanes, el Poder Ejecutivo renegocia y mejora la financiación de Euskadi sin que todavía exista un marco general de financiación para el resto de las autonomías.

Hasta aquí, creo que queda suficientemente claro que se ha aprendido poco de los errores del pasado y que la disfunción central del sistema autonómico —la desigualdad entre CC.AA.— es ahora más profunda que nunca.

Pero no es solo eso. No es solo que las cesiones ante los nacionalismos no hayan servido para calmar su ansiedad infinita por tener más. No es solo que no hayamos aprendido de ello y sigamos a día de hoy alimentando la dinámica que nos ha traído hasta aquí. No es solo que el problema “identitario” vaya a tener en vilo a Cataluña —de momento, solo Cataluña— por muchos años. No es solo que el Estado central se haya convertido en una máquina de producir independentistas.

No, no es solo eso. Es que además el sistema autonómico ha creado o exacerbado identidades que no existían. Desde Asturias hasta Murcia, desde Extremadura a Cantabria, zonas de España que en algunos casos ni siquiera estaban definidas a principios de los setenta, hoy han erigido un inmenso edificio institucional y cultural a medida de sus propias aspiraciones, ajenas a una idea global de España.

¿Se imaginan hoy un presidente de Andalucía que sea gallego? ¿O un asturiano que presida la Comunidad Valenciana? ¿Quizá un aragonés que presida Extremadura o un catalán que sea mandatario de Castilla y León? ¿Verdad que no? Eso también es nacionalismo, aunque nos lo neguemos a nosotros mismos. Nos resulta mucho más fácil asumir un presidente de EE.UU. de raza negra (y eso que allí la esclavitud fue legal hasta casi el comienzo del siglo XX).

El sistema autonómico es un problema. Y no solo por una cosa ni por dos ni por tres. Es un problema estructural y profundo que no ha solucionado disfunciones de hace cuarenta años (algunas las ha potenciado) y, además, ha creado otras nuevas. Ahora, en España, hay diecisiete nacionalismos. Todos diferentes, cierto, y unos más perniciosos que otros, cierto también. Pero todos con una esencia común. No lo olvidemos.