Sociólogo

Cuando acabamos de disfrutar esta Navidad, quisiera expresar un mea culpa sobre las harturas de comidas, regalos y fiestas de las que participamos la mayoría en estas fechas. Así, espero purgar mi conciencia de los remordimientos que tengo por tanto exceso de todo mientras es posible contemplar imágenes de miseria, sufrimiento y odio no mucho más allá de nuestras localidades.

Y digo festividad religiosa, pues la Navidad es momento de celebración de la llegada de Jesús, con todo su significado espiritual para los cristianos de buena fe, en un país de tradición judeo-cristiana como el nuestro. Sin embargo, la postmodernidad sustituye dioses ante la impronta de otras idolatrías, como es el culto al becerro de oro que va sumando ingentes masas de fieles que no pueden resistirse frente al valor del dinero, las propiedades y el economicismo que determinan nuestra posición en las sociedades occidentales, basada en el principio "tanto tienes, tanto vales".

Por tales motivos, imagino que los estamentos de la administración eclesial se harán estos mismos planteamientos, con algunas matizaciones propias de sus responsabilidades sacerdotales, en relación al paganismo y mercantilización que padece una conmemoración religiosa, tan importante para la comunidad cristiana, como es el periodo del advenimiento.

Entiendo que cada uno vive las navidades como quiere o puede, conforme a sus creencias personales, pero tengo la sensación que en los últimos años estamos asistiendo a la bienvenida de una nueva época con otros referentes sustitutivos del espíritu navideño. Frente a la calidez de los belenes y el sonido de los villancicos, se imponen las luces de los escaparates y el sonido de las cajas registradoras, símbolos del consumismo promovido por las grandes superficies comerciales, y del que hacemos gala sin pudor alguno.

Algún psiquiatra social diría que se trata de una especie de enajenación mental temporal, que se produce en una sociedad patologizada durante los días navideños, con un cuadro de síntomas que van desde la compra convulsiva de bienes para regalar, loterías que no tocan, amigos invisibles forzados, sobrealimentación por comidas empachosas, visionado de anuncios televisivos, envío masivo de sms o e-mail de felicitación, maratones comerciales. En definitiva, el consumismo es el virus que nos enferma.

Con todo lo expuesto, no quisiera ser nostálgico con respecto a las navidades de antaño, de las que conservo el recuerdo de la familiaridad de aquellas reuniones, el sabor del vecindario, los juguetes compartidos con tus hermanos y primos... Y digo esto, pues los niños y niñas de hoy carecen de tales sentimientos y vivencias, dado que lo único que les interesan son los regalos que reciben por partida doble, el día de Navidad, con un Papa Noel o un Santa Claus nórdico, y los tradicionales Reyes Magos. Quizás esta infancia sea la menos culpable de esta situación, creada por sus progenitores que consienten estos hechos, movidos por la dinámica de comprar más y mejor cada año. Dicho todo esto, desearía que Sus Majestades de Oriente hayan podido llevar la Paz a sus pueblos, para que aquellas gentes conozcan el sentido de una convivencia pacífica y respetuosa de unos con otros. De igual manera, sería deseable que quienes apuestan por el conflicto y la destrucción como solución a los males, supieran de la existencia de otras formas posibles de resolver los problemas, pues ya sea sabe que la guerra genera más guerra.