No comparto la opinión de algunos de que esta pandemia nos hará más fuertes, alegato buenista alejado de la realidad que intenta hacer de la necesidad virtud.

Perder familiares o el puesto de trabajo, vivir embozados tras una mascarilla, tener restringidas las visitas a los seres queridos y vetados los desplazamientos no parece la forma más sana de redoblar nuestras fuerzas. Ya sé que Nietzsche dijo que «lo que no nos mata nos hace más fuerte», pero, parafraseando al filósofo alemán, yo diría que lo que no nos hace más fuertes (de verdad) nos acabará matando. Y esta pandemia lo está consiguiendo: nos está matando, a veces en la literalidad del término, a veces aniquilando nuestros sueños y energías, que es otra forma más ladina de matar.

Un año después de la pandemia, la civilización planetaria es diez años más vieja. Hemos envejecido a marchas forzadas, sufriendo de primera mano, o siguiéndolo por los medios en el mejor de los casos, cómo colapsaba el sistema sanitario, al que hay que estar mirando con lupa, día tras día, para evitar las escenas dantescas de los primeros meses. Así las cosas, ya no importa tanto planificar esa romántica escapada de fin de semana como averiguar en qué estado están las UCI. Ese hotelito a pie de playa oxigenado por el saludable aire del Mediterráneo o del Atlántico puede convertirse, aun a las malas, en una cama de hospital de emergencia con respirador mecánico.

Lo que no nos mata nos está matando. Ahora sabemos que no somos nada, y que un diminuto virus que habla en chino es suficiente para que el mundo entero entre en coma.

Aún queda espacio para la esperanza. Esa esperanza que depositamos en las vacunas que no llegan, en esos medicamentos específicos que por ahora son solo proyectos, en que algunos ciudadanos asimilen de una vez que las fiestas matan. Esa esperanza de volver a cualquier tiempo pasado que, en efecto, fue mejor.

*Escritor