TEtl terremoto del pasado domingo, con epicentro en Pedro Muñoz, se sintió en toda la Península, pero al ser la segunda vez en lo que va de año que algo de lo que sucede en La Mancha olvidada y remota se siente en España (las inundaciones de la primavera también se sintieron mucho), el sorprendente seísmo ha sacado al narrador que todas las personas llevan dentro y que, por cierto, gracias a que lo llevan dentro, y no fuera, podemos ganarnos modestamente la vida quienes de ordinario lo llevamos fuera, y no dentro.

El caso es que como no se han producido daños a las personas ni a las cosas, el protagonismo del temblor ha recaído enteramente sobre el relato de cómo lo percibieron y vivieron cuantos se desperezaban esa mañana de domingo, no así los borrachos del sábado noche, que dormían la mona y no se enteraron, como es natural, de nada. Y los relatos, bien abastecidos de exageraciones, vajillas que titilaban, lámparas súbitamente pendulares y abuelas que se movían por el pasillo como en la cubierta de un barco, han sido, en general, extraordinarios.

Un prurito de soberbia profesional, y de supervivencia en el oficio, me obliga, empero, a contar mi historia, en principio nada desdeñable pues me hallaba en Alcázar, a sólo veinte kilómetros del epicentro: Sin saber por qué, y tras una noche en la que no había podido conciliar el sueño, apremié a los míos y a las nueve y media de la mañana, o diez menos veinte, salimos zumbando de casa y tomamos el coche. No sentimos nada. Supimos del prodigio a las doce, cuando volvimos de un campo donde, eso sí, nos sorprendió la rara excitación de las aves.