Estos meses de crisis sanitaria he intentado seguir adelante con todo: el teletrabajo, las tareas de la casa y los cuidados de mis hijas, pero llega un punto que dices basta, hasta aquí. Con la nueva normalidad me invade la preocupación ante mi situación. La empresa nos pide que empecemos a trabajar presencialmente y lo deseamos. Lo que empezó siendo algo innovador y positivo para conciliar con la familia pronto se convirtió en una auténtica pesadilla. Podía haber sido de otro modo si a mi marido le hubieran concedido también el derecho de poder teletrabajar, pero no. Por todo esto me he visto obligada a pedir favores, cómo no, a otra mujer, mi madre, que por suerte adora a sus nietas. Ahora bien, vuelvo al trabajo, pero ¿en qué condiciones? Llego a la oficina y debo atender a cientos de personas (trabajo en atención ciudadana) pero mi puesto y el de mi compañera no guardan la distancia de seguridad recomendada, e igual ocurre con cada persona que entra. Los recortes afectan sobre todo a los colectivos de siempre.