TEtl miércoles pasado me cayeron del cielo ocho fotografías de una pareja posando junto a la torre Eiffel. Las fotos planearon lentamente hasta aterrizar sobre mi cabeza y, antes de que me diera tiempo a atraparlas, volvieron a ascender por el aire dibujando círculos perfectos, como si fueran milanos aprovechando una corriente térmica. Miré hacia arriba pero no encontré ningún lugar desde donde hubieran podido lanzarlas. Lo único que vi fue una nube blanca y algodonosa, solitaria.

Todavía tenía la mirada fija en ella, cuando tuve que salir corriendo para cobijarme bajo un árbol porque la nube se puso a escupir, con muy mala leche por cierto, documentos de word, hojas de cálculo, vídeos caseros, correos electrónicos, informes de viabilidad, números rojos de cuentas bancarias, conversaciones on line un tanto subiditas de tono, contraseñas, listas de reproducción, El Quijote y Harry Potter en formato ebook, cientos de películas pirateadas...

En fin, un auténtico diluvio de gigabytes de contenidos diversos que quedaron desprotegidos y perdidos para siempre y que, sin duda, dejaron a más de uno huérfano de recuerdos, de datos y hasta de secretos. Llegué a casa aterrorizada, me sacudí como pude el primer terceto de un soneto desconocido y pegajoso que me había golpeado en el brazo y se había quedado adherido a mi jersey, y me asomé a la ventana.

A lo lejos, la nube continuaba lloviendo vidas. Me pareció ver caer la mía, despedazada en carpetas sin nombre. En la radio, alguien hablaba de la seguridad inexpugnable de los nuevos sistemas virtuales de almacenamiento masivo.