Las tensiones territoriales y los graves problemas económicos que afrontamos deben ser la prioridad en la agenda del nuevo Gobierno. Las especiales circunstancias que se han dado en la investidura marcan el comienzo de una legislatura que, en principio, se presume corta. Si esto es así, habrá que resolver de forma urgente los problemas más perentorios antes de convocar nuevos comicios que puedan alumbrar nuevas estrategias.

La credibilidad de la clase política atraviesa momentos críticos. Los llamamientos a la lucha contra la corrupción y a la defensa de la pureza del sistema democrático han de protagonizar el escenario en que se desenvuelva la tarea gubernamental. Los nuevos tiempos han de asentarse sobre bases políticas más éticas. Conviene corregir con decisión los estragos que la inmoralidad pública ha producido entre los ciudadanos.

Una de las vías alternativas propuestas para sofocar las tensiones territoriales pasa por la reforma constitucional. Se piensa que permitiría una readaptación de los españoles a un nuevo marco normativo donde todos estuviéramos a gusto. Pero el cambio constitucional no es sencillo. Una mayor preponderancia de los derechos de determinados territorios siempre supondrá la discriminación del resto. De todos modos, resulta paradójica la actual situación española. Se avistan por el horizonte enormes problemas que se ciernen sobre nosotros como negros nubarrones, lo que debiera mover a todos a hacer gestos para participar en su solución y, sin embargo, --y esto es lo desconcertante-- algunos dirigentes secesionistas no ponen ningún interés en ello, como si no les afectase. Al contrario, se aferran a sus sectarias reivindicaciones, atentos solo a las minúsculas cosas, a los insignificantes acontecimientos que dentro de su ámbito particular se producen.

El principal desafío en España continúa siendo, pues, la situación interna. Se necesita un compromiso de los partidos políticos para superar las contradicciones económicas, sociales y políticas que sufre nuestro país y que parecen estar llegando al límite. El sistema político vive una etapa crítica que de no ser resuelta satisfactoriamente podría dar al traste con lo logrado. Si queremos privilegiar la estabilidad social, necesitamos arrostrar reformas que permitan superar tanto la esclerosis social como la inestabilidad política. Las ideologías maximalistas pueden dificultar los avances en la convivencia. De ahí que la clase política, ahora más que nunca, tenga que darse cuenta de que todos han de ceder. No son tiempos de imposiciones. El pueblo español ha dado ya sobradas muestras de madurez. Ahora toca a sus políticos. Ha llegado la hora de la política --de la gran política-- en España. El tiempo apremia.