Desde que en septiembre pasado Binyamin Netanyahu abortó las negociaciones directas entre Israel y la Autoridad Nacional Palestina al negarse a seguir congelando la construcción de asentamientos en Cisjordania, un vendaval se ha desatado en Oriente Próximo. La inesperada primavera árabe ha arrastrado a un par de tiranos y puesto en peligro la continuidad de los demás. Aunque Israel pueda seguir jactándose de ser la única democracia en la zona, las revueltas han demostrado que aquel prurito también anida entre los árabes. Las dos facciones palestinas, Al Fatá y Hamás, se han reconciliado. Y ante la falta de progresos en la negociación, el Gobierno de Ramala suma apoyos para declarar el Estado palestino en la próxima asamblea general de la ONU, en otoño. Mucho movimiento en muy poco tiempo al que el Gobierno israelí ha respondido con el inmovilismo. El discurso de Barack Obama ha sacado al Gobierno israelí de su silencio. Ha reaccionado virulentamente a la referencia del presidente norteamericano a las fronteras de 1967 para la creación del Estado palestino, como si fuera un gran cambio en la política de Washington. No lo es. Pero la solución al conflicto de más larga duración que hay en el mundo sigue en mantillas. Pese a la necesaria retórica del momento, tanto a Estados Unidos como a Israel les conviene esperar un par de años o más. Netanyahu confía en que una Administración republicana será mucho más favorable a las tesis del Estado hebreo que la actual demócrata.