Hay muchos hombres que matan a muchas mujeres en una sociedad democrática en la que hay también leyes de protección, comisarías, policías, cárceles y condenas.

Un olor a podrido sutilmente escondido que a pesar de perfumes y manifestaciones, celdas, frases, comentarios digitales, pantallas de plasma para conferencias, contabilidad de víctimas y penas de verdugos, está en el aire. El aire de las aves y de las flores y de las nubes y de los suspiros y de los sueños.

Una educación machista podrida, probablemente.

Unos cuantos siglos de poderosos privilegios pútridos masculinos, con seguridad.

Un silencio perturbador --y por supuesto, lleno de podredumbre-- en las calles, avenidas, plazas y en las escaleras y los portales de los pueblos y ciudades en la pequeña pero no por eso no peligrosa sociedad familiar, donde los papeles y los roles se adjudicaron vitaliciamente décadas completas, sin otro fin que el de poseer poder.

Tanto sumando. Tantas sumas un día sí y otro también, tanta cuenta mal hecha, todo crudo, sin reflexión, sin razonamientos, sin evolución, tanto porque lo mando yo, porque lo quiero yo, porque lo digo yo. Y, ahora, ni las leyes, ni los policías, ni las denuncias machaconamente aconsejadas como si se tratase de prevenir un pellizquito y una bofetadita, ni las condenas largas, ni los coches celulares con un individuo con las muñecas esposadas yendo a prisión en cada telediario, ni rien de rien . Hay muchos hombres que asesinan a muchas mujeres, y los habrá, los seguirá habiendo. Huele, pues, a moho, a pura putrefacción.

María Francisca Ruano **

Cáceres