Nuestras tierras más bellas huelen a humo. Antes, la bellísima comarca de Valencia de Alcántara y después Las Hurdes y Sierra de Gata, se tiñen de negro. Sus montes calcinados dejan de embellecer las laderas de las montañas, de dar la sombra refrescante en este caluroso verano y de ser el pulmón de oxígeno tan necesario y deseado. La alegría de nuestras típicas fiestas se mezcla con las quejas a la administración pidiendo ayuda para paliar tanto desastre.

Por las calles de nuestros pueblos suena la música de las charangas y salen las imágenes de los santos en sus procesiones tradicionales. Paisanos y forasteros cambian saludos de amistad e invitaciones a degustar los ricos productos de nuestra tierra. El corazón de los extremeños es grande, generoso y ardiente como el sol. Las casas se abren y hay espumosos vinos y riquísimo jamón para todos. Sólo ha cambiado la naturaleza de sus campos, en el que se mezclan el verdor de sus prados con la negrura de las ramas calcinadas de los alcornoques, encinas, pinos y robles. Sin embargo, aunque nuestros campos huelen a humo, el corazón del extremeño, tan azotado por los vientos de las marginaciones de siglos, sigue oliendo, como siempre, a amistad y generosidad. En nuestros pueblos se busca la amistad, no para matar las horas, sino para vivirlas, sembrando el amor que produzca las rosas de la gratitud y la dulzura de la risa y placeres compartidos. Sabe que incluso en el rocío de las cosas pequeñas, el corazón encuentra su mañana y se refresca con redoblada alegría. La amistad es una gota celestial que cayó en el cáliz de la vida para atenuar amarguras y pesares. Es como la música: dos cuerdas que entonadas al unísono vibran a la vez, aunque no se pulse más que una.