Este agosto imperecedero regala a la España del siglo XXI una ley para recordar lo que, como impronta indeleble, nuestros abuelos dejaron ya escrito al borde de sus cunetas. Amortiguado el dolor con el paso de los años, una Ley de la Memoria quiere esposarnos el viento equivocado del ayer. Pretenden encauzar los miles de ríos que forman nuestro pasado, iniciando navegaciones que pueden llevarnos a la peligrosa brisa del rencor, al viento huracanado del odio y al sol agostado de la revancha.

Todos los sistemas políticos buscan su legitimación en el pasado: a veces glorioso, otras dramático; a veces triunfal, otras subyugado. Justificación eterna del presente, el ayer nos ofrece un amplio crisol de sucesos donde amparar, explicar y argumentar nuestra lucha por el poder: bien para conquistarlo, bien para no perderlo.

El franquismo buscó su legitimidad en la victoria, la transición prefirió grandes dosis de reconciliación y el zapaterismo aboga por la restitución. Son los tres ríos, de olvido por supuesto, que surcan el mar de nuestra memoria colectiva.

El recuerdo de la victoria en la Guerra Civil se levantó sobre el olvido sistemático de los vencidos, expulsándolos de España, fusilándolos y enterrándolos en cunetas de infamia. Fue el altísimo e inmerecido precio que pagó una República huérfana de clase media y desgajada por la fuerza --a la vez antagónica y complementaria-- de unos extremos endiablados. Demasiado dolor para tanta esperanza, demasiada frustración para un sueño tan bello. Franco se mantuvo en el poder gracias, entre otras cosas, a la gestión que hizo de su victoria, transformándola en la verdad absoluta de un Cara al Sol eterno. Quienes se salvaron, roerían desde México a París su derrota esperando que un día, con ayuda del imperativo biológico , en España volviera a amanecer la democracia. Ningún país acudiría en su auxilio. El fin del franquismo llegaría como consecuencia de sus propias contradicciones internas.

Los sesenta, inspirados en el Plan de Estabilización tecnócrata, acabaron alejando a la sociedad española del régimen que la gobernaba. Las nuevas generaciones ya no habían vivido la victoria y podían olvidarla con más facilidad. Podemos borrar los conflictos de ayer si no los hemos vivido, y esto es precisamente lo que acabará forjando esa famosa reconciliación de la que procedemos. Toda transición política suele coincidir con una transición generacional donde confluyen voluntades de cambio y anhelos de permanencia. En este caldo de cultivo germinan diversas percepciones del pasado que componen el dinámico perfil de la memoria colectiva. Al coincidir una generación de hombres que se desvanece con otra que surge, la percepción del tiempo y su inevitable rastro de recuerdos enfrentados alumbrarán enconadas discusiones. De ese debate surgirá el mañana, como un complejo mosaico de ayeres enfrentados por la voluble mano del presente.

Asesinado Carrero , dimitido Arias y entronizado Suárez , tenemos en 1977 a un franquismo sin Franco gobernado por una generación que no ha vivido la guerra y que, como consecuencia de ello, se ve liberada de las cadenas de veinticinco años de paz y cuarenta de victoria. Ya es posible perdonar porque no se luchó, ni se murió, en las trincheras del pasado. Aunque el ruido de sables intentara resucitar el estruendo de la guerra y los himnos sincopados del rencor, la Transición ya estaba hecha cuando un joven heredero de la victoria y un viejo funcionario de la derrota apretaron sus manos para alumbrar la reconciliación. Es cierto que ambos lo hicieron para permanecer en el poder (Suárez) o para conquistarlo (Carrillo); es cierto que ambos lo hicieron con --y por-- el miedo de una involución tangible, pero sin aquellas cesiones mutuas, el inmenso salto que se necesitaba para abandonar la orilla franquista y aterrizar en la democrática no hubiera podido darse. Debilidades humanas, aspiraciones de poder y bullicios militares aparte, el apretón de manos entre don Adolfo y don Santiago inauguraba una nueva España.

¿Por qué, entonces, fundar otra? El recuerdo de los derrotados ha quedado ya a buen recaudo en la excelente, y abundante, bibliografía que sobre la Guerra Civil y el franquismo descansa en las jóvenes estanterías de nuestra democracia. El comprensible anhelo de localizar a familiares perdidos durante la contienda, el justo reconocimiento a los que dieron su vida por el mantenimiento coherente de sus ideales, no debe convertirse en materia de debate político ni transformarse en la prosa impersonal de un decreto-ley. La Memoria es nuestro sexto sentido y por eso escapa a la fría regulación de un simple articulado. Su única ley queda expresada por una tozuda flecha del tiempo que, irremediablemente, siempre corre hacia delante. La restitución del pasado republicano no puede convertirse en la piedra angular de una nueva legitimidad, porque entonces, el progresismo no sería más que el disfraz de una nostalgia enferma de retroceso y huérfana de avance, afectada de reacción y vacía de revoluciones. No podemos buscar nuevas legitimidades en las cartas amarillas del ayer, porque el cartero siempre llama mil veces para dejar nuevos retos sobre la mesa.

Los ríos de olvido componen el mar de la Memoria. Se diluyen en él para recodarnos que el pasado es un poliedro y el presente la mano que lo mueve, enseñándonos aquella cara que más interesa en cada momento. Dibuja la luna un vaivén de mareas donde nada es permanente excepto el cambio, por eso, ante la pleamar de recuerdos que inundan el verano me refugio en Benedetti para confesarles que "el tiempo así regula sus manejos, y antes de que la bruma se levante, cada cerca se instalará en otro lejos".

*Profesor de H Contemporánea de la Uex