Hay escritores que corren tras la fama, yendo a velar armas literarias a Madrid o Barcelona o, si no pueden permitírselo, dedicándose al autobombo en internet, mientras lamentan que no se les reconozca como merecen. Otros se dedican a hacer su obra y saben que para ello, el mundanal ruido, de la ciudad o las redes, no hace sino interferir.

En Cáceres vive y trabaja uno de los mejores autores actuales de novela negra, Eugenio Fuentes (Montehermoso, 1958) que con su saga protagonizada por el detective Ricardo Cupido fue pionero en ubicar este género, nacido en la urbe moderna (Londres, Chicago) en una geografía que, aunque bajo toponimia ficticia, remite inequívocamente a su comarca natal, esas Tierras de fuentes de la que hablara en el libro de ese título.

Si en su anterior ensayo, Literatura del dolor, poética de la bondad (Editora Regional, 2013), Fuentes definía los rasgos propios de la novela negra, su reciente La hoguera de los inocentes. Linchamientos, cazas de brujas y ordalías, publicado por Tusquets, se ocupa de un tema que, si puede parecer en principio algo lejano, tiene en común con el género negro la ocupación con la culpa y la inocencia.

La ordalía era un bárbaro rito medieval de origen germánico (Urteil, en alemán, es juicio o sentencia), también llamado «juicio de Dios» por el cual el acusado se sometía a una prueba cuya superación probaría su inocencia. Frente a la jurisprudencia moderna por la cual toda persona es inocente hasta que se demuestre su culpa, la ordalía parte de la premisa contraria, la obligación de probar la inocencia. El recorrido por la infamia que hace Fuentes demuestra que, bajo distintas formas, la ordalía ha pervivido en sus distintas facetas, desde la ordalía religiosa (iguales en su crueldad la Inquisición católica que el protestante Calvino) a la ordalía racial o sexista, pasando por la ordalía totalitaria, que recuperó la tortura en el siglo XX, o la ordalía social, por la cual el pobre lleva siempre las de perder. Este recorrido se hace a través de una sugerente selección de libros, desde El proceso de Franz Kafka a Intruso en el polvo de William Faulkner, de El hereje de Miguel Delibes a El Palacio de los Sueños de Ismaíl Kadaré.

El libro va desplazándose del pasado al presente y, al ocuparse de «la ordalía virtual», Fuentes lamenta «cuánto crédito damos a la maledicencia y cómo confirmamos la sospecha del mal en cuanto se abre una investigación y exigimos de modo fehaciente que sea el inculpado quien demuestre públicamente su inocencia». Como bien vemos ahora, cuando ciertos cargos del gobierno se ven obligados a probar su inocencia, con esa inversión perversa de la ordalía, mientras nadie cuestiona ni pide cuentas a quienes arrojan la calumnia, aunque ésta venga de medios de derechas (el ABC, El Mundo) ansiosos por que los suyos vuelvan cuanto antes al poder.

Ese capítulo debería ser lectura obligatoria para los tecnófilos enredados, recordando cómo los «debates» en las redes «permiten mostrar estados de ánimo, pero no elaborar un discurso. Los cruces simultáneos de mensajes se anulan unos a otros y provocan confusión. El pensamiento es desplazado por la opinión, y la opinión convertida en certeza». Parapetados tras sus smartphones, muchos se sienten justicieros y piden que rueden cabezas, como quienes asistían a las ejecuciones en las plazas.