Esta carta no será ni la primera ni la única que va dedicada a un padre, ni que habla sobre el cáncer. Todo empezó dos días antes de jubilarse. Me acuerdo perfectamente, mi madre me llamó por teléfono y me dijo: «A papá le han diagnosticado cáncer y no es bueno» ¿Ganas de llorar? Pocas. ¿Ganas de pegar patadas? Muchas. ¿Cómo puede ser que, después de trabajar durante 40 años, y a dos días de tu jubilación, te digan que tienes un cáncer casi incurable? Pues a mi padre lo mataron. No literalmente, aguantó algo más, pero le mataron el alma. En esos momentos aún tienes alguna esperanza, pero ya sabemos como es esto. Al final, la operación fue abrir y cerrar, no podían hacer nada, nos dijeron. Y a partir de ese instante, mi padre se dejo llevar, sin ánimos, por un deje de esperanza que quiero creer que le quedaba, y por nosotras, o eso me gusta pensar. ¿Qué piensas cuando ves a una de las personas que más quieres arrastrarse por la vida? ¿Cuando ves que no lucha nada? Yo sentí rabia porque no luchaba y porque la enfermedad le había atacado a él. Sentí rabia porque para mí, cada alternativa que nos daban había que probarla, pero para él no había nada, y de la rabia pasé a la pena de ver como una persona tan activa como él no podía ni moverse. Tu padre, ese gran referente, al que tanto quieres y admiras, la persona con la que has compartido tantos momentos buenos y malos, tristes y divertidos, y que siempre que ha podido te ha acompañado. La verdad es que, durante este tiempo, y aunque a lo mejor no sea bonito, lo que más ganas tienes es que descanse. El sufrimiento que desprende su cuerpo, la mirada apagada, el no tener ganas de vivir, te hace desear que esa persona muera para que al final pueda descansar. Eso es lo más duro de vivir la enfermedad. Quieres a tu padre y desearías que estuviera contigo hasta una edad lógica para morir, pero quieres que se vaya, porque no deseas que él viva así. El final ya lo sabemos. Pero lo triste no es que se muera, lo triste es saber que vas a volver a casa y él ya no estará. Lo peor es su ausencia. Te quiero.

INQUILINO INDESEADO

Cáncer, el despertador de la vida

Ana María Reyes

Profesora

Miles de mujeres se someten a tratamientos de fertilidad para cumplir el sueño de ser madres. Entre ellas, yo, que mientras escribo estas líneas tengo a mi lado un sueño: Eric. El año pasado, mi pareja y yo fuimos de excursión al hospital, día sí, día no, durante varias semanas. Un día estaba sentada fuera de la consulta y me puse a observar a la gente que estaba en la sala de espera colindante a la mía. Eran las consultas de oncología. El primer sentimiento que me invadió fue la lástima, pensaba que a solo unos metros se materializaba una contradicción: en una puerta se creaba vida y en la otra se luchaba por mantenerla. Lo que yo no sabía es que esa puerta la iba a cruzar en mi séptimo mes de embarazo. En tan solo dos meses de las visitas a la unidad de reproducción me quedé embarazada, pero en mi séptimo mes de embarazo un desagradable inquilino se instaló en mi cuerpo. Cuando me dieron la noticia solo me preguntaba: ¿Por qué yo? Yo era (y digo era porque el cáncer ha cambiado mi forma de ver la vida) alguien que basaba su vida en logros, que pensaba que era mejor trabajar más de ocho horas, que mi valía se medía por títulos universitarios... Para mí, el cáncer ha sido un despertador de la vida. Cuando te lo diagnostican, te replanteas tu conducta. Tu mundo se desvanece y da sentido a esta afirmación: «Cuando crees que tienes todas las respuestas a tus preguntas, va el universo y te las cambia». En mi caso en particular es difícil describir esa explosión de emociones agridulces cuando albergas simultáneamente lo más deseado y lo menos deseado. Podría decir que este inquilino que se instaló sin mi permiso, compartiendo casa con mi futuro hijo, me ha enseñado algo: a vivir la vida, porque nunca sabes cuándo se acabará. Pero también decirle que su contrato de alquiler está finalizando y en menos de un año deberá abandonar mi cuerpo, que le agradezco lo que me ha enseñado, pero no quiero volver a verlo nunca más.