TEtspaña es un país de bares y los españoles somos gente de alterne. Me atrevería a decir que el bar es el establecimiento más representativo de nuestra piel de toro. He viajado por algunos países europeos y he echado de menos esos locales con su barra, su calentador de tapas, sus botellas de vino y su castiza informalidad: el olor a guiso, la vocinglería, el periódico sobado, y algún que otro resto de comida y servilleta de papel arrugada impregnada de pringue por el suelo en algunos casos; y a ese grupito de tertulianos tirando de palillo para pinchar el aperitivo servido en platito de chapa.

Es una típica estampa española ese corro de mirones rodeando a cuatro parroquianos que se juegan la honrilla o varios céntimos al tute o al mus durante la tarde sentados a la mesa de un bar de barrio. Antes el puro Farias entre los labios humeando ante los ojos entreabiertos, la copa de coñac Soberano cercana y el palillo remordido en la boca. Ahora, con la nueva ley antitabaco, el puro ha sido sustituido por unos cigarritos tecnológicos que desprenden vapor ideados para minimizar la ansiedad del fumador. No me extrañaría que en poco tiempo la baraja de cartas sea sustituida por una maquinita cibernética que desde el centro de la mesa automatice la partida. Menos mal que el coñac nunca podrá tecnificarse por mucho que los tecnólogos quieran, y siempre será coñac. La tecnología es muy lista, pero nunca conseguirá darnos mosto por vino. Aunque sí sé de un tipo muy fumador y tecnológico que graba los bullicios de los bares y luego se las coloca de sonido ambiental en su casa mientras se fuma un cigarrillo. Dice que de esa forma recuerda con nostalgia cuando fumaba en los bares.

En España no hay barrio ni pueblo sin bar, con su tele plasma para ver el fútbol de pago, con esa barra donde apoyar un codo y empinar el otro. En España nos gusta reunirnos en los bares, bebemos y solucionamos verbalmente en diez minutos todos los problemas que los políticos no son capaces de solucionar en cuatro años.