Periodista

En la habitación contigua a donde escribo está mi hijo con una amiga y en el bar donde lee usted este periódico hay una barra, una cafetera y diferentes artilugios. Si me callo, puedo oír a la amiga de mi hijo reírse y a mi hijo charlar con ella con voz suave. A veces, también se escucha un tenue hilillo musical muy dead metal y muy rap metal , pero por encima de todo, muy bajito, que no moleste. Sin embargo, si usted se calla en su bar favorito y se fija en el entorno podrá distinguir múltiples interferencias: la cafetera que sisea salvajemente, la televisión, desde donde llegan los gritos y aspavientos de los tertulianos de María Teresa Campos sin que nadie les preste atención, el campanilleo de diversas maquinillas, la música ambiental, la radio particular del camarero; si el bar es de postín, hasta puede haber otra televisión conectada con un canal digital, y a eso hay que añadir la charla a voces de la clientela, el grito castizo del camarero: "Atención, cocina, dos de rabas, dos", y los diferentes ruidos secundarios: grifos, lavavajillas, teléfonos móviles y fijos, estrépito de loza... ¿Qué hacer ante esta situación?

La verdad, no sé qué se puede hacer ni en el caso del murmullo acompañado de mi hijo ni en el caso de su ruidoso bar favorito. Mi hijo ha introducido a su amiga en la habitación sin pedir ninguna autorización y ha cerrado todas las puertas para que ni la olamos. En cuanto a lo de su bar, pues qué quiere que le diga si acabo de enterarme de que vivimos en el país más ruidoso del mundo.

Asegura el psiquiatra Luis Rojas Marcos que él sabe que está en España porque huele a café con leche y hay mucho ruido. Y tiene razón. Para el español, lo moderno es lo ruidoso y no hay más que hablar. El otro día, por ejemplo, fui de viaje a Hornachos y paré a comer en un restaurante situado a la entrada del pueblo. Yo era el único comensal, pero el camarero, en cuanto entré en el comedor, en lugar de recitarme la carta en aquel silencio doméstico y grato, puso el Telediario a toda pastilla. El sábado fui a comer una fondue a un restaurante del centro de Cáceres. Tampoco había aún comensales y reinaba el silencio en la sala. En cuanto me acomodé, el ma®tre enchufó la música ambiental. Hace un año, hice un reportaje sobre algunos bares cacereños recién inaugurados donde no había ruido ni televisor: dos de ellos han cerrado y el tercero ya ha puesto una tele extraplana no vaya a ser que el silencio espante a la clientela.

Las estadísticas demuestran que el ruido hispánico provoca más infartos, más depresiones y más sorderas, pero da lo mismo. Cuando entrevisté a Maribel Fernández, presidenta de la Asociación Extremeña contra el Ruido, me quedé helado: en su edificio, situado encima de ruidosos pubs emeritenses, viven 12 familias y se han dado ocho casos de baja laboral por depresión y cuatro infartos. Pero es lo mismo: España es ruidosa porque es un país alegre y el que no quiera la alegría, que se vaya a Rusia. Afortunadamente, mi barrio es tranquilo y mis vecinos son deliciosamente discretos. Es más, mi hijo y su amiga se han callado en la habitación contigua...