Habituado al asfalto, el bullicio de los bares y la gente en las calles, me sentí solo en el mundo. No me había escondido como un ermitaño ni se me había hecho tarde al volver a casa después de compartir unas cervezas con los amigos. No. Estaba cayendo la tarde y las copiosas lluvias del invierno y la primavera habían convertido el campo de aquella dehesa del norte de la provincia cacereña en un tapiz por el que era fácil perder de vista el horizonte.

Me pregunté cuánto tiempo, seguro que siglos, llevarían allí las encinas que ojalá pronto sirvan de refugio a los animales cuando estalle el sol que ahora pedimos a gritos. Perdido por los caminos, con la única brújula de los pasos andados, advertí las líneas de los paisajes y dibujé el contorno de los montes en mi cabeza como un nuevo juego inaccesible al ordenador. Y así fue, perdiendo el sentido del tiempo, como gané kilómetros de aire y descubrí, una vez más, el privilegio de quienes tienen cerca el campo extremeño, tan lejos y tan cerca de las ciudades donde bulle otra vida tan diferente, a otro ritmo; tan dispar, que a veces nos hace sentir distintos fuera de nuestro hábitat.

Esta semana tuve la suerte de conocer a Tomás Domínguez , ganadero de Malpartida de Cáceres que mostró a este diario todo lo bueno y lo malo de que haya caído tanta agua. Durante unos años había dejado el campo para "hacer las Américas" en Madrid, como él mismo decía. Me pregunto si aquel tipo había regresado porque era carne de dehesa, donde se había forjado en su juventud. Por un momento, me puse en su lugar y comprendí que también en eso somos animales de costumbres.