Escribir desde los confines de una habitación. Escribir desde este aislamiento de país al que nos hemos visto abocados. Esto hacemos, ser los mismos de ayer, en un mundo que ya no es el mismo; pensar y escribir como ayer, cuando ya nada es como ayer. Un beso tuyo bastará para sucumbir.

Un beso tuyo, mío, nuestro, lleva implícito el virus de la solidaridad. Alguien ha descrito a este coronavirus como el virus de la filantropía, el compañerismo o la hermandad. No es de extrañar por tanto que para afrontar este reto colectivo, nos hayamos dotado de mandamientos, algo parecidos -si me permiten-, a los contenidos en las Tablas de Moisés: Cuidaos los unos a los otros; honrarás a los mayores; no saldrás a la calle; no besarás a tus padres y abuelos; no contagiarás...

Por mi culpa, por tu culpa, por nuestra gran culpa.

Un lavado de manos bastará para salvarnos. Amén.

Escribo esta columna pandémica tras cuatro días enclaustrada en mi propia casa de forma voluntaria, de manera que pido disculpas si desbarro en algún renglón. Esta severa medida que llegó el jueves a Extremadura, lleva días implantada en un Madrid convertido en Harmaguedón. Sí, con «H», tal cual aparece en mi Biblia didáctica. Harmaguedón era el lugar donde se reunían todos los reyes de la tierra para el combate del gran día del Señor; parece ser que el nombre de Harmaguedón, alude a una montaña llamada Meguido, (Har Meguido en hebreo) ciudad cananea situada al pie del Monte Carmelo, donde por cierto se libraron terribles batallas.

Como el encierro sugerido por el gobierno y las autoridades sanitarias se hace eterno, dispongo de tiempo para leer sobre catástrofes, así que me adentro en Harmaguedón, -no confundir con la película Armaguedón- y compruebo que aparece una sola vez en la Biblia, en un único versículo, un renglón nada más. UNO. Seguro que ya imaginan donde. Exacto, no podía ser más que en el Libro del Apocalipsis 16,16. Un versículo, uno, como esos minúsculos versos que van dando forma al poema. Una sola mención pero apocalíptica, del lugar donde ocurrirá el fin del mundo.

Y no es convocar al miedo, es la desolación que se le mete a una por el cuerpo al ver traspasadas ciudades como Madrid, por el silencio, la parálisis, el bloqueo... el vacío.

De repente la megalópolis, convertida en España vacía o peor aún, escondida. Se asoma una a la ventana y ve a sus vecinos dibujando domingos entre visillos. Y es que por alguna extraña razón, ciertas soledades huelen a domingo por la tarde, a coche que se aleja, a comercio cerrado, a voces de niños muy lejanas, como si sus padres estuvieran arropándolos hasta mañana. Ciertas soledades, como las que traen los virus, las pestes y pandemias, suenan a tambor de madrugada, a parques sin abuelos, a besos ahogados, a retumbo de trompeta y hombres enjaulados.

Sigo leyendo el Apocalipsis donde no todo es acabamiento; en el capítulo 21 se cuenta que de los doce pilares sobre los que se asentaba la ciudad celeste de Jerusalén, el sexto pilar, estaba hecho a base de cornalina. ¡Zas! Y me zumban los oídos. ¡Cor-na-li-na! Sí, se parece a la palabra en la que están pensando.

Entonces, de la Biblia me voy corriendo al diccionario de la RAE que define así cornalina: ágata de color de sangre. Y me entra un sudor frío por todo el cuerpo a tenor de las casualidades que, si una se empeña, acaba encontrando en los libros.

Pero atentos, les voy a desvelar la mayor de las coincidencias: Pandémica y celeste es un impactante poema de Jaime Gil de Biedma que dice «Imaginate que tú y yo muy tarde ya en la noche, hablamos hombre a hombre, finalmente...» Así es como imagino yo a Pedro y a Pablo en la noche del domingo pasado, hablando ya muy tarde, de pandemias y estrategias.

*Periodista.