Dramaturgo

Después del trabajo que le había costado reservar aquella sala en la Caja de Ahorros, después del ímprobo regateo con el señor del restaurante para el tema de los aperitivos, y de las fatigas que padeció con la imprenta para que su libro Pergaminos y soliloquios pacenses estuviera listo en la fecha señalada, se encontró con tres invitados únicamente: Su señora esposa, su hija y su hermano. ¡Menuda panzada de canapés de salami y queso se pegaron los cuatro y el ordenanza de la caja! ¡Menudo cabreo le mantuvo durante semanas con la cara apretada, el andar enfurruñado y el alma envenenada! ¿Dónde estaban aquéllos que se llamaban amigos y se decían seguidores de su erudición? ¿Por qué no acudieron a su invitación, sabiendo que había canapés de salami y queso después de su conferencia-presentación del libro?

Rumió respuestas durante semanas: Que si en Badajoz la envidia intelectual había sentado sus reales, que si existía una conspiración política contra él y sus soliloquios, que si el nivel cultural había descendido tanto que incluso sus obras eran desdeñadas por la gente.

No saludaba a nadie porque estaba enfadado con todos. Jamás volvería a invitar a nadie a nada porque le habían despreciado. Nunca más entregaría horas de su vida a la tarea de elevar el nivel cultural de Badajoz para que su esposa, su hija, su hermano y un ordenanza de la caja se pusieran moraos de canapés a su costa.

Estaba muy cabreado con Badajoz, sus gentes y sus medios de comunicación. Por eso, cuando dos meses después, descubrió los trescientos sobres de las invitaciones en el cajón de su mesilla de noche, franqueados y olvidados, se quedó sin habla.