El mundo está erizado, asomado al borde de un abismo hacia el que nos ha empujado la diminuta, pero potentísima arquitectura de un virus... Como si del alma de un laboratorio se tratara, invisible pero capaz de tambalear el planeta y situarlo en modo «pánico».

Parece como si viviéramos en un mundo anterior a Freud, a Darwin, a Einstein. Un mundo sin Bill Gates. Un mundo que apenas amanece y se viste ante el espejo. Un mundo pasmado de sí mismo y en plena huida del mausoleo político.

El éxodo en verdad es aquí y ahora, pues desde la altura media de cualquier balcón, se observan colas, pero no de ciudadanos con carrito o justificante de trabajador esencial, lo que se ve a vista de pájaro son ciudadanos desencantados que abandonan las pirámides del poder y emprenden ruta hacia la tierra prometida. Se ve que no era ésta.

Ya en 1980, el escritor Alvin Toffler nos advertía de la urgencia de tener a los mandos a líderes que supieran anticiparse y manifestaran su firme voluntad de participar en la creación de un nuevo orden legal, social, ético, médico, ambiental, cultural y político. Nos puso en la pista de la gran ola revolucionaria del bienestar, sentenciando que todo aquél que no participara en ella, «se quedaría atrás». Y vaya sí se ha cumplido.

Toffler, a su manera se anticipó a nuestros días. Y como todo buen visionario experimentó terribles campañas de desprestigio nada menos que desde el NewYork Times, diario que en primera plana le llegó a calificar de «lunático y absurdo futurista», por decir que llegaría el día en que trabajaríamos desde nuestras casas. El vaticinio de su gigantesca ola a punto estuvo de llevárselo a la orilla del olvido. Sin embargo, parece que urge más que nunca leer a quien, alimentándose de la mitología japonesa, predijo una terrible guerra que afectaría al mundo entero y cuyo origen estaría en China. ¿Causalidad?

De forma adicional, Alvin Toffler llegó a insinuar que, dada la poca credibilidad de los políticos y de la política en general, a la que, con gran acierto, consideraba una simple maquinaria electoral, llegaríamos a vivir en una sociedad de «cínicos y fanáticos». Y he aquí que hemos llegado.

Ya no es cuestión de ser de «derechas» o de «izquierdas». Ahora todo es ira, contracción, patada bajo el perfil de una cuenta. Se ha fanatizado de tal forma el modo de ver la realidad, que los laboratorios políticos sin alma, se han puesto manos a la obra en la tarea de dividirnos entre «buenos» y «malos». Una siniestra raya divisoria que nos ha convertido en meros escombros de Twiter... otro mausoleo de furia desatada.

Como diría Pedro Sánchez, nos queda la Ciencia; según la Ciencia esto, según la Ciencia aquello. Nos dice la Ciencia esto. «Hicimos lo que nos dijo la Ciencia». La Ciencia como fondo de armario en tiempos de pandemia y calamidad. Pero ¿sabe el presidente qué es la Ciencia? Esa cosa tan abstracta que sobrevuela cada rueda de prensa y que sirve de saco de golpes. Esa señora sin alma que no apretó el botón rojo de peligro inminente.

Mire presidente, la Ciencia trata de los principios, de por qué las cosas son como son. No consiste en memorizar los nombres de los pájaros; trata de los conceptos, las formas, los colores; ayuda a entender la evolución. Trata de explicar la Teoría de las cuerdas, según la cual, todo cuanto nos rodea, no son más que cuerdas elásticas que vibran, entre ellas una partícula llamada «ángel».

Abona esta teoría ideas tan luminosas, como que la Química es la melodía que se toca con esas cuerdas, que el universo es una sinfonía de cuerda y que la mente de Dios es música cósmica resonando en el ciberespacio.

¿Es ésta su Ciencia, presidente? Ojalá sea la misma y sublime Ciencia.... aquella que calcula la naturaleza de las estrellas.

*Periodista.