Los extremeños hemos pasado, en apenas un año, de ser una de las regiones en que las familias de posibles donantes negaban, con mayor frecuencia, la extracción de los órganos de su familiar fallecido, a ser justo lo contrario: las más generosas, las más dispuestas a aceptar la extracción y a valorar el bien inmenso de que quien lo necesita reciba un órgano. Así, la negativa familiar a la donación, que en el año 2005 fue del 24% --significa que una de cada cuatro posible donación de órganos se truncaba no por razones científicas sino por las que esgrimían los deudos--, se ha reducido hasta el 6% en el año 2006: dos familias, de las 34 consultadas, se negaron; el resto lo consintieron.

No se trata de una estadística más: el índice de negativa familiar es el factor clave para el progreso, o retroceso, de la donación de órganos, porque el número de posibles donantes no se puede controlar socialmente: depende de las circunstancias, si se reducen los accidentes de tráfico, también se reducirán las donaciones; lo que sí depende de la sociedad y de las personas que se encargan de pedir los órganos en momentos tan dramáticos es que quien tiene que decir sí, diga sí. Todo el complejo entramado médico y de medios sanitarios que gravita sobre la extracción de órganos de un donante y el implante en un receptor depende de ese sí que pronuncia un hombre o una mujer atravesado por el dolor ante la pérdida de un ser querido. Si los extremeños tenemos el tesoro de la generosidad, no importará la estadística porque siempre se donarán todos los órganos que se hayan podido donar. No serán muchos o pocos. Serán, siempre, todos.