Sábado, 20 de mayo. A primera hora de la mañana, en Trujillo camino de Cáceres, se alarga la penillanura pintarrajeada de ocres, de verdes y amarillos pajizos, de azules celestes, de rebaños de ovejas que salpican el campo. Un sol primaveral colorea el florecer de las hierbas mientras un ramillete de patos vuela, sedientamente, donde postrarse a beber. Alguna casa aislada brilla con reflejos de labor campesina donde la ruralidad aún no ha perdido demasiadas inercias.

El coche se apelmaza en la carretera. Me acompaña el silencio contemplativo de la tierra parda que tantos cantaron como un rayo de paz interior, como un impulso para dar rienda suelta a su sensibilidad, como una página con las esencias de la eternidad extremeña.

Cáceres se abre como un abanico cuando se circula por El Cuartillo . Aparecen cigüeñas, en busca de la pitanza, que encuentran cobijo en la esbelta silueta del Casco Histórico-Monumental. El silencio se hace tormenta de mi reflexión.

Algo más allá me encuentro en Cáceres dejando a la izquierda la calle Margallo de mil correrías infantiles que ahora me desgajan el alma. Más que tantos otros viajes de ese retorno fugaz para reencontrarme con el cambio de los paisajes humanos y físicos.

Aparco en cualquier hueco. Y me deslizo hasta convertirme en un figurante más de ese Cáceres que galopa, Pintores abajo. Con el crotoreo de las cigüeñas me abrazo a los soportales de la plaza Mayor entre tertulias de mi padre que pegaba la hebra con Durán , el estanquero, con Terio , con Chelo , en su librería, con Emilio , el Pato. El ayuntamiento refulge con las luchas intestinas entre moros y cristianos mientras el dragón arde en las sombras de la noche. La Torre de Abu-Jacob me arranca una lágrima. Y el Arco de la Estrella un suspiro. La Iglesia de Santiago, una luz de mañanas dominicales envueltas entre pláticas de la infancia. Y el Adarve, la plaza de Santa María, la Casa de los Golfines, y la plaza de San Jorge, siempre el Insti , donde nos dejábamos el pellejo con las enseñanzas de don Martín Duque , don Juan Delgado Valhondo , don Abilio Rodríguez Rosillo , don Rodrigo Dávila . El reloj avanza cruelmente. Me dueles, Cáceres, con las imaginativas pinturas de Massa Solís por la historia. Por San Mateo el sabor de mis adentros oye al quica. Bajando hasta San Juan tropiezo en medio de una borrachera de nostalgias, cuando los turistas pisotean el Cáceres que dejo atrás.

--Bonjour, monsieur.

--Good morning.

Paseo por Cánovas. Flota el bullicio de la calidez matinal con el trasiego urbano. Y respiro el aroma, preñado de generosidad, de la luz de los árboles y su colorido, de la ciudadanía que ni me saluda, de los versos que guardo en el arcón del alma, de los vendedores ambulantes que ya no vocean su mercancía de altramuces, pipas y algarrobas. En un suspiro que me abre las carnes de los recuerdos llego hasta la estatua de Gabriel y Galán que recita los versos de El Embargo . De repente me encuentro con un montón de caras conocidas y me abrazo a ellas. Sonrisas y lágrimas. La alegría y la pena. Joaquín García- Plata siente cómo le araña la cultura. Matías Simón desgarra en su declamación castúa. Manuel Vaz-Romero, Luis Martínez Terrón , mi hermano Paco y tantos otros sueltan las alas del verso y de la prosa. Mi mujer, mis hermanos, mis sobrinos, mis cuñados, mis primos, mis amigos y yo sonreímos con el crujido del corazón. Y aplaudimos hacia los cielos. Sobre las flores del fondo pasa un haz de golondrinas. Una corona se abre de investigación, de etnología, de recuperaciones tradicionales y costumbristas, de cultura con raigambre popular, de artículos en decenas de periódicos de toda España que hablan de Cáceres.

De repente la Banda Municipal de Música interpreta La Muerte no es el final . Se nos pone la carne de gallina. Y es que la vida se compone de estas sencillas pero importantes circunstancias que manan de lo que cada cual experimenta en su hondura personal.

Se homenajea a mi padre, Valeriano Gutiérrez Macías . Sencillamente, un hito en la historia de Cáceres y Extremadura toda. Uno de los últimos humanistas, empedernido filósofo rural, tertuliano de por vida, cultivador de la memoria histórica de un Cáceres que investigó durante más de sesenta años.

El viajero promete regresar a Cáceres y luchar por esas tertulias que recuperaron figuras y escenas típicas, poetas y folkloristas, charlas de café y pastores, pregoneros y curanderos. Para que Cáceres prosiga la magia de una generación sorprendente.

He vuelto a Cáceres de nuevo, aunque en el regreso a Toledo me dejara, en el cementerio, un mar de lágrimas secas, arrasadas por la pena, con mi madre, Dorita , mi padre, Valeriano, y mi hermano, Valín , que reposan juntos.

¡Cómo merecen la pena estos viajes, arañado por mil fulgores, de regreso a Cáceres!

*Periodista y escritor