Escritor

No deja uno de sorprenderse de la pasividad humana ante la desgracia. Y no hablo de la desgracia que atañe a los demás, sino también de esa desgracia que nos salpica a todos, pero a la que miramos con los brazos cruzados, con los ojos gachos como si fuese inútil cualquier esfuerzo para remediarla. El ejemplo más socorrido podría ser el de esas películas de nazis y judíos en que una minoría lleva a la vejación y al exterminio a todo un pueblo sin que nadie oponga resistencia, sin más gesto de rebeldía que un escupitajo a las espaldas del verdugo o dos tazas de oraciones a un dios que parece haberse puesto del bando de los más fuertes. En esos momentos es fácil sentir cómo te sube la rabia por el espinazo y hasta querrías salir del cine y liarte a bofetadas con el primer alemán que se cruce en el camino, por bruto y hacer otro tanto con los judíos, por pusilánimes y por bobos. Pero luego resulta que si te paras a pensar en lo que hay a tu alrededor ves que la cosa no es tan sencilla, y que esa cobardía o esa pasividad no es patrimonio de una raza, sino que nos contamina a todos por igual. Ahí está el caso de esa minoría vasca que tiene arrinconada a una nación y nadie levanta un dedo para defenderse. Como no alcanzamos el grado de religiosidad de los judíos, en vez de rezar a un dios que nunca sabemos muy bien de qué parte lucha, imploramos al Estado, esa especie de pariente lejano, muy puesto en leyes y en tributos, pero poco dado a lo concreto. El Estado pretende solucionar la cuestión sin molestar a ninguna de las dos partes, como esos niños que se meten en mitad de una pelea en el recreo y quieren solucionar los agravios con buenas palabras, pero que siempre agarran por la chaqueta al más débil, mientras que el bruto no deja de estampar mamporros contra los hocicos del chaval canijo. Y lo curioso es que así llevamos cincuenta o sesenta años. Y en todo este tiempo, en que los simpatizantes de los asesinos o los propios asesinos van en autobús de un lado para otro manifestándose a las puertas de las cárceles reclamando sus derechos, o hacen declaraciones a la prensa sobre cualquier cosa, siempre por cierto las mismas y obsesivas cosas, o van al parlamento y a los ayuntamientos y a las concejalías a quemar banderas o a izar banderas o a mostrar su indiferencia ante el dolor ajeno, en todo este tiempo, digo, es sorprendente cómo no ha habido ningún superviviente de atentado, ningún padre enloquecido por la pérdida de sus hijos, ningún huérfano que agarre una pistola y se líe a tiros contra ésos que los están exterminando sin cuartel, tan poco a poco y con tanta conciencia. Es extraño cómo un hombre puede sacar la navaja por una cuestión de fútbol o de celos o por un aparcamiento y que sin embargo no se haya dado ni un solo caso de agresión en este sentido.

Y otro tanto ocurre con el asunto de las drogas. Mata a miles de jóvenes cada año. Merma familias, crea un fondo de desgracia que afecta a toda la sociedad, pero nadie mueve un dedo. Nos encomendamos al Estado o a Dios para que solucionen el problema. Y mientras tanto, pasan ante nuestros ojos señores con coches demasiados lujosos para su coeficiente intelectual, abogados con un tren de vida desproporcionado, gentes así, y meneamos la cabeza con el mismo gesto con el que los judíos miraban al cielo esperando la llegada de Abrahán o de los aviones americanos.