Mientras escribo estas líneas (martes por la mañana), no sé en qué quedarán las reuniones, proclamas, ofertas y contraofertas de los líderes políticos para conformar Gobierno. Confieso que he llegado a tal hartazgo, que últimamente procuro esquivar las noticias presuntamente políticas. Y si uso el adverbio «presuntamente» es porque, aunque estos actos están protagonizados por dirigentes políticos, parecen más bien batallitas de Juego de Tronos en las que se dirimen egos, poltronas e intereses personales y no estrategias para solventar los problemas reales de los ciudadanos.

La cruda realidad es que la participación del españolito de a pie en asuntos políticos no da para gran cosa, por mucho que algunos se entusiasmen. El ciudadano podrá votar, afiliarse a un partido, asistir a manifestaciones y exhibir sus filias y fobias con vehemencia en las redes sociales o en el bar de la esquina, pero al final todo se dirime entre tres o cuatro señores que se reparten los cargos en una partida de naipes. (Si no cito a ninguna mujer es porque, pese al postureo feminista de los partidos, estos nunca eligen a una mujer como presidente). Y desde que se acabó el bipartidismo (para dar paso al bibloquismo, todo sea dicho), el voto cada vez vale menos: a veces votas a un partido que, llegado el momento, no tendría problemas para establecer alianzas con el mismísimo Diablo.

Y así las cosas, ¿qué salida tenemos? No se me ocurre nada mejor que hacer la pequeña política: trabajar, saldar nuestras deudas, cuidar a nuestros hijos y padres, pagar impuestos y priorizar -si es posible- la buena convivencia con el vecino.

No son tareas noticiables, ni saldremos de pobres, ni ascenderemos a los altares, pero, frente a las miserias de la alta política, siempre nos queda el consuelo de la política doméstica, que nos exhorta a cumplir con la sociedad, ajenos a los vicios inherentes al «poder».

* Escritor