Escritor

En medio de tanta gente escribiendo mucho para decir tan poco, la prosa de Reverte suena como el clangor de las trompetas de Jericó, como el bramido de un dinosaurio que se hubiese perdido en el paraíso de Bambi.

Aplasta con su pezuña de desajustar adjetivos los amenos prados de este mundo literario en el que los demás escritores andan embelesados en la floritura, relamiéndose el ámbar de un último verso que siempre habla de la tristeza y del fracaso, escritos con la pulcra mano de un catedrático.

Reverte, probablemente, no escribirá nunca un Ulises ni una Montaña mágica, ni falta que le hace.

El pertenece a otra raza, es una especie de Jack London de bajura, un Dumas que nació en Cartagena como podía haber nacido en el Yukán, un empecinado al que le pesa su propia historia y que va en busca del paraíso perdido a bordo de una fragata del siglo diecisiete.

Sus escritos tienen la mala leche de quien conoce sobradamente a los hombres, y son arrogantes porque de algo debe servirle el haber bajado a los infiernos y regresar para contarlo. Quizá por eso siempre parece que escribe con la punta de un hacha y que la tinta que emplea es la sangre de un recién ajusticiado.

Cuenta lo que ve y como lo siente, sin andar sujetándose en el báculo de una falsa jurisprudencia literaria, que es el triste recurso que emplean los tibios.

Cada uno de los exabruptos de Pérez-Reverte va cargado de bilis y de pedazos de su alma al cincuenta por ciento, son amargos y ásperos, pero claros como un folio en blanco, y genuinamente suyos. El último artículo que le he leído empieza diciendo "me cuentan que se murió mi paisano el Muelas ".

Y en la misma revista, colindando con él, Muñoz Molina comienza de este modo uno suyo: " Dice Norman Mailer...". Esa es la gran diferencia. La prosa de Reverte es como una casa solariega con balcones a la calle.

La de los otros es sólo una casa de citas.