Un piso libre, desocupado, limpio, solitario, que no ha conocido aún la densidad del amor ni del odio, siquiera la indiferencia, el polvo acumulado, la rutina, el pegajoso olor de los pucheros, ni la intención de los portazos, tiene, al menos, algo de futuro.

Hay pisos que no han estado todavía llenos, abarrotados, atiborrados de cosas embarazosas e inútiles, con las que por debilidad se intentaban taponar heridas de sangre, de lágrimas o de miedo, tal vez de silencio, que, finalmente, acaban ahogándolo todo, o sea, nada, que casi nada había ya, allí.

Hay pues apartamentos o viviendas que no han comenzado ni iniciado nada, paredes sin clavos, roces sin rozaduras, voces que no se escuchan por otra cuestión que porque --metafóricamente-- alguien, o muchos alguienes, han entendido que así están mejor esos pisos, vacíos de mucha vacuidad, sin esperanza, pero no desesperanzados, comprendiendo parte del todo que puede llegar a ocurrir en el caso contrario. El primer amor, el quinto o el último podría ser que sea la casa de un casero capaz de cultivar, liberado, la licencia de su libertad.