El ministro de Trabajo e Inmigración, Celestino Corbacho, anunció el martes que se iban a revisar los convenios que España mantiene con algunos países africanos y suramericanos para facilitar la contratación en origen de la mano de obra que requieren determinadas actividades económicas en España, la cual se iba a reducir "prácticamente a cero". La propuesta del ministro se difundió en unas circunstancias concretas, puesto que coincidía con un dato conocido horas antes: que la cifra de paro --según el Servicio Público de Empleo-- se elevó en agosto hasta los 2,5 millones de trabajadores.

Nadie puede discutir la lógica de la afirmación de que si un país tiene a más del 10% de su fuerza laboral a la espera de un empleo, tiene derecho a plantear la revisión de la política de importación regulada de mano de obra que ha practicado anteriormente, durante un ciclo económico expansivo. En síntesis, el razonamiento del ministro es que, si hay puestos de trabajo no cubiertos, y en un claro periodo recesivo, lo lógico es que los ocupen los inscritos en las oficinas públicas de empleo y no se importe mano de obra, cuando aquí hay excedentes de la misma.

La propuesta ha sido contestada de inmediato por sindicatos, partidos políticos --excepto el PSOE y el PP, que le acusa de copiar su programa--, e incluso por sectores de la patronal, particularmente la agraria, que ve peligrar la mano de obra de las campañas. Y ayer, la vicepresidenta Fernández de la Vega, dio la puntilla a esa idea afirmando, tras la reunión del Consejo de Ministros, que habrá las contrataciones en origen "que se necesiten". El rechazo a los planes de Corbacho --que, por su inconcreción, parecían improvisados-- tiene fundamento. Y ello porque el ministro vuelve a vincular paro e inmigración, trasladando a la sociedad un mensaje inquietante: que los que vienen de fuera quitan puestos de trabajo a los autóctonos.

Está demostrado que esa vinculación es falsa, porque los inmigrantes han llegado siguiendo la lógica del mercado: España ha sido durante una década un país en expansión y nadie quería hacer los trabajos menos cualificados y peor retribuidos. Este principio se mantiene, como lo prueba la utilización de inmigrantes temporales para recoger fruta en Huelva o en Extremadura. Quienes les contratan advierten de que, si se restringe la inmigración legal, se fomenta, aunque sea sin querer, la ilegal.

Paradójicamente, 12.000 españoles se van a la vendimia francesa, donde les pagan 2.000 euros en tres semanas, porque no existe la amenaza, como pasa en España, de que los temporeros se queden allí al acabar la cosecha. En Francia, que también lucha por reducir su desempleo, se va a incentivar con una ayuda de 450 euros a los parados para hacer más atractivas las ofertas de trabajo cuya remuneración no compense la pérdida del subsidio. Es un ejercicio de realismo que bien debería explorarse en nuestro país.