Desde niño no hacemos más que preguntar y volver a preguntar. Siendo adultos seguimos haciendo preguntas que exceden a cualquier respuesta. Se pregunta: cuál es el sentido de esta vida que embota la mente. Desbordado por las cosas que pierden su evidencia me pregunto: ¿Qué es el hombre?

Hastiado por los discursos políticos, sin respuesta, he salido a caminar por plazas y mercados. Observando los movimientos de las gentes y escuchando los pregones de los vendedores ambulantes, se me acercó un muchachito. Tendría cinco años, vestía harapos y en el hombro llevaba una bandeja llena de ramitos de flores. Con voz temblorosa y débil, como si fuera parte de una herencia de largos sufrimientos, pidió que le comprara unas flores. Muchos pasaban deprisa mirando de reojo al pobre chiquillo. Lo observé. Sus ojitos negros oscurecidos por la miseria escondían un tesoro, el niño de luz que llevaba dentro, apagado por la pobreza. Su boca me pareció una cicatriz abierta en un pecho herido. Y pensé: así es la humanidad llagada. Sonaba una música que aburría más que alegraba. Su cuerpo parecía un rosal marchito entre frescas plantas verdes. Le sonreí entre amargura y lágrimas, mientras. un batallón de niños de países que yo había visitado, pasaba por mi mente y corazón. Tras su aspecto se escondía la tragedia de los pobres representada perpetuamente en el escenario de la vida. Al hablarle con palabras amables, se mostró amistoso como si hubiera encontrado protección y seguridad. Le hice una compra y lo abracé. Estaba sonriente. Al despedirme sentí su mirada asombrada y agradecida. Era la respuesta de un alma herida por las desventuras.