Antes de soportar el procesamiento político del Parlamento, que debía empezar hoy, el presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, ha preferido renunciar al cargo, falto de los apoyos indispensables para afrontar su destitución a manos de la oposición que ganó las elecciones en febrero. Debilitado el patrocinio de EEUU a causa del disgusto de la Casa Blanca por la contención de Musharraf en los distritos tribales del noroeste del país, refugio de talibanes y de miembros de Al Qaeda, y distanciados muchos generales de su comandante en jefe, los días en el poder del exdictador estaban contados. Pero su sustitución no promete una mayor solidez institucional, sino que, por el contrario, entraña el riesgo de abrir la caja de los truenos de la complicidad de la policía y el servicio secreto con el fundamentalismo islámico, y la resistencia de los aparatos de seguridad a colaborar con Occidente.

Prueba del temor de que el futuro no sea mejor que el pasado lo son la multiplicación de declaraciones en EEUU y Europa. Atrapados entre la necesidad de asegurar la fidelidad de Pakistán en la lucha contra el terrorismo global, de prescindir de una figura desgastada como Musharraf y de garantizar que la llave del arsenal nuclear paquistaní está en manos amigas, los estrategas occidentales recelan de la inestabilidad endémica de los grandes partidos y de las ambiciones que cobijan los cuarteles. Y dudan de que un jefe de Estado civil, elegido de acuerdo con las previsiones constitucionales, pueda mantener un control efectivo de los uniformados que, con dictadura o sin ella, ostentan el poder efectivo y constituyen una verdadero partido armado.