Ahora que se van apagando las luces de Navidad y Reyes me vienen, a veces, imágenes de las playas en verano y del calor asfixiante cruzando el parque de la ciudad desierta camino del ordenador y la calima de agosto. Y aunque me confieso trastornado por lo que considero una deformación de mis sentimientos hacia las épocas del año, he de confesarles que los años nuevos solo me traen sensaciones extrañas, nostalgias consentidas --sí, como las del mar que les contaba-- y una cierta desazón por los impuestos que de corazón y bolsillos tendré que volver a pagar.

No les pido comprensión, simplemente que entiendan que en este primer artículo del 2016 me desahogue después de repetir otra Navidad más las ceremonias calculadas de la alegría, una tristeza que no conocía a raíz de la muerte de mi padre y esa feliz certeza de que los niños, todos los niños, son lo mejor del mundo porque sus padres somos eso: su universo antes de que crezcan. Esta mañana volveré al colegio, a empujar el carrito de mi pequeña y sentiré la necesidad de continuar la próxima semana como quien sabe cierto que lo que nos mantiene es pura energía y electricidad. Regresamos a los adoquines, las cuestas de enero y al ritual de saber que queda un invierno hasta la primavera. Con la seguridad de que usted y yo sobreviremos a pesar de nosotros mismos, de elecciones y ruido, de trabajo y desvelos, de soledad y huidas, de razones y verdades, de esperanzas y risas. Y así, tantas veces vulnerables, volveremos a sentirnos vivos cuando dentro de unos meses estos días sean historia, las noticias de ahora un montón de hojas de otoño apiladas en el parque y la certidumbre de que esta tarde ya no volverá jamás. Como la Navidad que se fue para siempre.