La resolución de un conflicto impregnado de violencia durante cuatro décadas y en el que, sin embargo, los violentos siguen disfrutando de un importante apoyo social y político no resulta fácil. En el caso de ETA, no ha sido la primera vez que se intentaba, pero sí ha sido, posiblemente, cuando se ha estado más cerca de lograrlo. Lo intentó Felipe González entre 1987, poco después del atentado más sanguinario de ETA (Hipercor), y 1989 y fracasó. También fracasó Aznar en 1999, y tampoco ha salido bien parado Zapatero, que, a diferencia de las veces anteriores, se ha encontrado con una oposición que, sin ningún escrúpulo, ha utilizado a las víctimas del terrorismo, así como la descalificación y la mentira, para arremeter contra la política del Gobierno.

Desde los inicios de la transición política, ETA ha podido variar su retórica, pero ha mantenido siempre dos principios inamovibles que ha intentado imponer mediante la violencia y siempre que ha mantenido contactos con los distintos gobiernos españoles: reconocimiento del marco territorial (Euskal Herria) y del derecho de autodeterminación. Y, aun así, la situación en la que Rodríguez Zapatero intentó poner en marcha un nuevo proceso de paz era distinta de las anteriores.

XEN PRIMERx lugar, desde el 2002 miembros del PSE y de Batasuna mantenían conversaciones que habían dado lugar a una aproximación entre dirigentes de las dos formaciones que coincidían en la necesidad de poner fin a la violencia para resolver el conflicto político. En junio del 2005, el encuentro en Suiza entre Josu Ternera y Jesús Eguiguren culminaba estos contactos y abría la puerta para iniciar conversaciones entre ETA y el Gobierno, que ya había allanado el camino con la resolución del Congreso del mes anterior. La declaración del alto el fuego permanente (marzo de 2006) visualizaba que el camino estaba abierto.

En segundo lugar, era evidente que, desde el 11-S y, sobre todo, desde el 11-M, la condena de la violencia, incluso en el seno de la izquierda aberzale, iba en aumento, mientras la cooperación internacional, especialmente de Francia, dificultaba cada vez más la capacidad de actuación de ETA, que no mataba desde mayo del 2003. Por último, la resolución del conflicto del Ulster dejaba con pocos argumentos a la única organización terrorista de matriz europea que seguía en activo. No es extraño, pues, que el proceso de paz contara con el apoyo de sectores de la Iglesia, de gobiernos europeos, organismos internacionales y del Parlamento Europeo. Todo el mundo parecía apoyar el proceso de paz, menos el PP, que, por interés partidista, no dudaba en manipular los sentimientos de amplios sectores de la población contra el mismo.

Finalmente, esta actitud del PP llevó el proceso a un callejón sin salida. El Gobierno cometió errores, sin duda, y no supo administrar los tiempos que todo proceso como ese exige. Tampoco supo hacer los gestos necesarios para limpiar un camino lleno de obstáculos. Tenía en contra al PP, a su entorno mediático y a sectores de la judicatura. De este modo, la oposición entregó la agenda política a ETA. Y ETA, como hace siempre que puede, elevó el listón de las exigencias hasta dejar al Gobierno sin margen de maniobra, porque ningún Gobierno democrático puede negociar cuestiones políticas con una organización que utiliza el chantaje de la violencia. ETA dejó la discusión sobre la territorialidad y la autodeterminación sobre la mesa poco antes del atentado de Barajas, que terminó con el proceso. Batasuna, pese a la declaración de Anoeta del 2004, no estuvo a la altura y no se desmarcó de los violentos. Su discurso ha dejado de tener, desde entonces, cualquier tipo de credibilidad.

XLO MAS GRAVEx de todo es que se ha perdido la ocasión para acabar con la violencia de una ETA debilitada --como denota la necesidad de recurrir a dirigentes históricos para sustituir a los jóvenes militantes detenidos--, pero con capacidad para seguir matando. Además, la falta de sentido de Estado del PP, entregado a una incomprensible política de crispación, ha provocado una división entre las fuerzas democráticas que no hace más que dar oxigeno a ETA y confirmar que la agenda política sigue en sus manos. La última consecuencia de este proceso fracasado ha sido la imposición de Ferraz para impedir la formación de un Gobierno del PSN con Nafarroa Bai (Na-Bai) e IU en Navarra. Justo lo que exigía el PP. Y lo que deseaba ETA, ya que así la coalición habría confirmado que la vía política es viable --y la única posible--. En cambio, el rechazo de Ferraz le da argumentos para afirmar que el problema no es la violencia, sino España, que, con independencia de quien gobierne, no quiere escuchar las reivindicaciones del "pueblo vasco", de quien se ha erigido en portavoz sin que nadie se lo pidiera.

Está en lo cierto Imaz cuando dice que ETA anunció el fin del alto el fuego en junio --y no antes-- para impedir la formación de un Gobierno de izquierdas y nacionalista en Navarra. Ciertamente, la responsabilidad de los que asesinan es solo de los que matan, aunque la responsabilidad del atolladero político tiene mucho que ver con la actitud del PP durante los meses en que el proceso de paz parecía viable.

*Catedrático de Historia de la UB.