Hace ahora casi un siglo se publicaba La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. Verdadero best-seller de la época (un millón de ejemplares vendidos), sus tesis se convirtieron en un lema, inspirando desde la liberal Revista de Occidente, fundada por Ortega y Gasset (quien encargó a su fámulo García Morente que tradujera el libro del alemán) al panfleto derechista Defensa de Occidente, del francés Henri Massis. Frente a la visión optimista de la historia como un progreso civilizador, Spengler proponía una «morfología» de las distintas culturas (egipcia, griega, romana, occidental, china, árabe, rusa) que se habrían desarrollado de manera cíclica, alcanzando un periodo de esplendor para luego marchitarse y disolverse.

Para el historiador alemán, Europa y América habían tocado su máximo esplendor en el siglo XVIII, y veía en la Primera Guerra Mundial el síntoma de una época donde una población urbana y desarraigada, heredera de una cultura que despreciaba y que como los romanos del Imperio solo atendía a diversiones brutales (gladiadores para ellos, prensa sensacionalista y deportes para nosotros) sería fácilmente conquistada por dictadores. Pronosticaba, nada menos que del 2000 al 2200, una evolución del «cesarismo», la pérdida de entidad de las naciones en una masa amorfa de países coincidentes en su carácter cada vez más primitivo y despótico. Cierto que los falsos césares (Mussolini, Hitler) llegaron antes de tiempo y fueron derrotados, pero el panorama actual no autoriza a rebatir el pesimismo spengleriano. La Primavera Árabe, aplaudida demasiado pronto, salvo la excepción de Túnez, dejó que se marchitaran pronto sus flores y ha producido más bien frutos venenosos, en forma de guerras civiles, consolidación de dictaduras y terrorismo desbocado.

En Estados Unidos, tras despreciar las propuestas de Bernie Sanders, que tenía más apoyo entre jóvenes y desfavorecidos del sistema, Hillary Clinton ha sido superada por Donald Trump, que satisface las pulsiones más egoístas de los americanos.

Pero en la propia Europa tampoco la democracia es lo que era. Advertía hace poco el historiador Julián Casanova del riesgo de una deriva hacia los partidos-estado, que reducen las libertades gracias no solo a la sumisión de los medios sino también a la dejación de responsabilidades de la oposición. Es la situación de Rusia o Hungría, pero podría ser la de Francia, España o Gran Bretaña si la división de quienes deben ser una alternativa dejan que un partido sea el único que consiga presentarse como «nacional».