TAtlgunas profesiones están condenadas al ostracismo, cuando no a desaparecer. Es el caso de los serenos, los afiladores de cuchillos callejeros, los músicos con cabra y escalera o los acomodadores de cine, a quienes no he vuelto a ver desde hace décadas. Tampoco pinta bien la cosa para los artesanos que trabajan con sus manos el barro, la pizarra o la hojalata, sobre los cuales ya escribí un libro. Desaparecerán, si no lo han hecho ya, los profesores de latín y griego, y también los de la hoy denostada filosofía. Pero los más avispados podrán sobrevivir dando clases de masturbación, impartiendo talleres de constelaciones familiares o adivinando nuestro aciago futuro en los posos del café. Renovarse o morir, esa es la clave.

Otras profesiones comunes nos resultan a veces caricaturescas. Es el caso de los socorristas que vigilan en estas olimpiadas para que los mejores nadadores del mundo... no se ahoguen. Hacen bien: quién nos asegura que en un mal día Michael Phelps no trague agua en un movimiento brusco. Ahí entraría en acción alguno de los socorristas de turno, esos a quienes las cámaras han grabado bostezando, dispuesto a tirarse al agua y llevar a tierra firme al deportista olímpico más condecorado de todos los tiempos. No veríamos un boca a boca igual desde que Rhet Butler besó a Escarlata O'Hara en 'Lo que el viento se llevó'.

La música, que lleva armonizando nuestras vidas desde las cavernas, también se despide de las universidades. Hay profesiones sin futuro y profesiones de futuro, pero no se fíen de los gurús que creen saber de todo. A ninguno de ellos se le ocurrió formular el contenido de cierta bebida de cola, crear un buscador de contenidos de Internet en un garaje próximo a Silicon Valley o inventar un teléfono que funcionase sin cable. Las profesiones del futuro más exitosas están por inventar. Todo lo demás es pasado y especulación.