La leyenda bíblica que cuenta cómo Caín mató a su hermano Abel, probablemente por envidia, hace posicionarse al lado del bueno, aunque están más a la vista los caínes, salen a la palestra, se dan a conocer, interfieren, incordian, inciden en matar de una u otra manera para salirse con la suya, que es lo suyo. La sutilidad cainita puede ser infinitiva y esto es algo que deben de saber muy bien más de una familia y millones de millones de sagas familiares: haya poco o mucho que repartir es irrelevante. Es el mundo un pañuelo sucio que se lava de vez en cuando. Abel fue un pastor nómada al que le tuvo celos Caín, aunque no se sepa el porqué. Es probable que ningún otro Abel, sucesor de aquel primer hijo de Adán y Eva, según la Biblia, ignorase qué tenía él de especial --y el resto de los abeles tampoco--. El caso es que doy fe que existen un Caín y un Abel en un hogar que se precie, no siendo obligatorio, sin posible. Sinónimos y antónimos, claros y oscuros, fratricidas o fraternos como números de una lotería que cuando toca, toca. Ya se le puede dar las vueltas al calcetín y remendarlo con hilo de oro, escuchando sus explicaciones, sus interpretaciones de por qué ha de quedarse con lo que no es suyo. Querido Abel, quiénes hemos tenido que conocer a corta y media distancias los sigilosos y soslayados pasos para llevarse más ovejas, más terreno, más oro en la casa de un Caín cualquiera, seguimos haciendo versos, enamorándonos y aguardando el perfume de azahar bajo la ventana de una media tarde primaveral.