TLta vida es dulce y a menudo amarga; su tacto es suave cuando no áspero, deslumbran sus colores o deprime su oscuridad; suena a canto de pájaros, a agua en movimiento, a rumor del aire entre las ramas de los árboles, o también suenan en ella como látigos las palabras que hieren y las explosiones; embriaga, en fin, su perfume delicioso, o desespera el hedor de la miseria, de las cárceles, de los cadáveres insepultos. La vida, para serlo, para ser vivida, necesita ser reconocida por los sentidos, precisa gustarse, tocarse, verse, oírse y olerse, de modo que aquél que por accidente o enfermedad se ve brutalmente privado de su percepción, y que a causa de ello sólo padece el infierno irremediable de la impotencia, que no remedio de la ciencia o de sus semejantes para su constante aflicción, únicamente puede suscitar nuestra piedad y, si determina poner término a su martirio insoportable, nuestra comprensión.

Así ocurrió con Ramón Sampedro , que por amar tanto la vida no quiso apurar las heces de su simulacro, y así ha ocurrido ahora con Jorge , el pentaplégico de Valladolid que también ha debido de encontrar a alguien que le amara de veras y le ha ayudado a salir de aquí.

El instinto de conservación es tan fuerte, la vida tan irrepetible y extraordinaria pese a todo, que aquel que quiere morir estando en posesión de sus facultades mentales, que por estarlo precisamente quiere morir, merece toda la consideración y todo el respeto del mundo. Basta de tanto sufrir sin remedio, tal es la eutanasia que reivindica. Y en esos casos, bien quisiera uno creer que quien emprende esa fuga hallará la vida que aquí se le ha negado.

*Periodista