Nadie se llame a engaño. Si, a veces, acudimos a nuestras patrias infantiles (únicas patrias que, personalmente, reconozco), no es por sentimientos artificiosos de la religión o la política, sino porque apegados estamos a ese sexto sentido que es la nostalgia. Y cuando, hoy en día, vemos que el personal cae, en estas fraternales fechas navideñas, dentro de la vorágine consumista, no podemos por menos que catapultarnos, aunque sea en sueños, hacia nuestras pobres y tiernas infancias.

Los que tuvimos la suerte de haber nacido en un pueblo antes de la llegada de la democracia (y bendita sea ésta por los siglos de los siglos...), nos empapamos, apenas abrir sus fauces el invierno, de muchos realismos mágicos. Un ambiente de maravillosas nieblas iba adobando las jornadas prenavideñas. En las matanzas familiares, nos preparaban zambombas con las tripas del marrano, y, por las noches, al amor de la lumbre, nos cantaban nuestros mayores romances sobre el Milagro del trigo , El Niño perdido o Los Reyes de Oriente . Salíamos por las umbrías, con la mayor de las ilusiones, a buscar musgo para el deslumbrante Portal de Belén que montaban en la iglesia parroquial. Nos frotábamos las manos ante las cenas de los días navideños, pues las escasas porciones de turrón o algún que otro mazapán era algo exótico, que nos sabía a gloria bendita. Asistíamos a la Misa del Gallo y no reparábamos en fríos ni humedades, pues los villancicos y las corderadas nos mantenían completamente embelesados. Pedíamos los aguinaldos, acompañados por panderetas y almireces, desgranando coplillas y retahílas de hondo sabor etnográfico. Nos desvivíamos por participar en las cabalgatas de los Reyes y, luego, cuando éstos nos ponían sobre nuestros desgastados zapatos alguna humilde pelota o un cuaderno y un lápiz, éramos los niños más felices del mundo...

No teníamos nada y lo teníamos todo. Pobres eran nuestros calzados y nuestros vestidos. En casa, a la hora de comer, sólo se estilaba la olla al mediodía y, por la noche, el ajo de patatas. Como pequeños hombrecitos, echábamos una mano en las muchas faenas que demandaba una sociedad eminentemente campesina. Nos sentíamos queridos y educados por toda la comunidad, que sobre todo nos enseñaba a respetar a nuestros mayores y generaba los oportunos mecanismos para limar las crisis y roces intervecinales. Cada año, esta comunidad renovaba cíclicamente sus fiestas invernales, en las que participaba la globalidad de los vecinos, afianzándose, así, raíces comunes y vínculos de solidaridad ante lo que podría venir de fuera, siempre desconocido y, tal vez, agresivo.

XPERO AQUELLAx alegría de la escasez, aquel realismo mágico que se metía por nuestros poros, aquellas navidades de antaño..., ¡qué poco se parecen a las que hoy nos dictan los grandes almacenes y el feroz individualismo que emana de la insolidaria corriente neoliberal! Hoy lo tenemos todo y no tenemos nada. Nuestros hijos, arrastrados por las nuevas tecnologías, por un mundo robótico y cibernético, totalmente opuesto al realismo mágico, empiezan a mostrarse insensibles ante aquellos posos maravillosos de nuestras infancias. Ahora tienen juguetes todo el año (y se aburren como ostras); comen a todas horas golosinas y su dieta nutricional es variadísima (y hay adolescentes que caen en la anorexia, o la obesidad infantil produce indeseados males); poseen innumerables prendas de vestir (y exigen todavía ropas de marca); prefieren tener los pies yertos en los garitos donde tienen sus peñas y donde escuchan música enlatada, que el sano frío que rezuman los templos o las corralas donde se celebran los ritos navideños...

Y si, por un casual, les aconsejas para que rompan su tedio, sus tendenciosas inercias y llenen sus profundos vacíos, te llaman carroza . Y puede que hasta te insulten y amenacen, como le ocurrió a este servidor una reciente Nochevieja, al reprender a unos jovenzuelos que se dedicaban a estrellar contra el pavimento de una plaza un montón de botellas de cava (costumbre ésta, por cierto, que ya es de obligada práctica en cuanto el personal se traga las uvas, sin que las autoridades muevan un dedo para cortar tan vandálicos actos). No admiten consejos nuestros hijos, que limen, en parte, la infelicidad que les acosa. Penoso es el admitir que la sociedad del bien-estar fulmine a la sociedad del bien-ser. ¡Qué triste es que nuestros hijos quieran ser adultos antes de tiempo y se les niegue el irisado encandilamiento del realismo mágico!

*Profesor