WAw pagados los últimos rescoldos de la movilización de una parte de la opinión pública occidental en apoyo del nacionalismo irredento tibetano, China encara el mes anterior al inicio de los Juegos Olímpicos de Pekín con triunfos en la mano de tanto peso como la decisión del presidente Bush de asistir a la ceremonia de apertura. La realpolitik juega a favor de los dirigentes chinos y en contra de quienes creyeron, dentro y fuera del país, que los Juegos eran la ocasión de oro para forzar una rectificación que no se ha producido. China es la potencia emergente por excelencia y nadie quiere quedar fuera de la foto de un acontecimiento que, como los Juegos de Tokio hicieron con Japón en 1964, normalizará la presencia de China en el mundo con la intensidad que corresponde a su peso político, económico y geoestratégico.

Algunos de los asuntos que inevitablemente han tensado las relaciones internacionales durante los últimos meses --precios de la energía y de algunos alimentos básicos, debilidad del dólar, necesidad de reducir los gases contaminantes-- no se pueden abordar en ausencia de China, por no decir que son irresolubles sin contar con su acuerdo. Otros, como la estabilidad en Asia central y en Extremo Oriente, la eventual reforma de las Naciones Unidas y la ampliación funcional del G-8 dependen en igual medida de la voluntad de los países más ricos que de la disposición china a ser cómplice suyo. Dicho de otra forma, en cada uno de estos asuntos tiene el Gobierno chino oportunidad de consagrar su influencia a escala planetaria. Si los Juegos discurren con la tranquilidad precisa para no alarmar a nadie, serán la puerta que lo hará posible.