Los datos del desempleo juvenil en España ofrecen un panorama inequívocamente desolador.

Los que se refieren a los jóvenes extremeños son sencillamente dramáticos. La EPA (Encuesta de Población Activa) pone de relieve que en España, al cierre de 2017, el paro juvenil entre los menores de 25 años era del 37,46 por ciento, más que el triple de la media de la OCDE (11,9%).

En Extremadura esta cifra representaba el 51,03 %, que para las mujeres se alzaba al 55,48 %. A pesar de todo, España acabó el pasado año con casi medio millón de ocupados más y con una leve bajada en la tasa general del paro. El desempleo juvenil se recuperó cinco puntos respecto del año anterior.

Nadie puede poner en duda que en nuestro país se está creando empleo. Pero esta buena noticia queda solapada cuando se comprueba que la recuperación se apoya en contratos de baja calidad. La disfunción en el mercado laboral afecta principalmente a jóvenes y mujeres.

Este mínimo repunte en el empleo es a todas luces insuficiente si queremos colmar las expectativas de una plena integración social para nuestros jóvenes.

Un informe del Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España nos dice que en 2017 solo el 19,4% de nuestros jóvenes ha podido emanciparse, y que el 37,6% está en riesgo de pobreza o exclusión social.

Esta situación afecta tanto a la población joven desempleada e inactiva como a la empleada, debido en este último caso a la precariedad de los empleos. Igualmente, los datos de dicho informe revelan que una persona joven debe destinar el 60% de su sueldo para pagar el préstamo hipotecario, y tendría que cobrar un salario 4,3 veces superior para poder afrontar con garantías la compra de una vivienda. Si opta por el alquiler, necesitará aproximadamente el 80% del sueldo en una ciudad de tipo medio.

Los conocidos como millennials (personas que han llegado a su etapa adulta después del año 2000) han vivido una infancia y pubertad con un alto nivel de vida y prosperidad, y ahora nadan en la incertidumbre.

Estos jóvenes, en la etapa más vulnerable de la transición a la vida adulta, se están encontrado con peores expectativas profesionales que sus padres. El empleo que parece despertar para los jóvenes los condena a la precariedad laboral o a la emigración. Si a ello añadimos que las ocupaciones están ligadas principalmente al sector servicios, podemos colegir el gran dispendio que estamos haciendo con nuestros recursos universitarios.

La lacra del desempleo juvenil se ha convertido en un azote social. Las perspectivas no son halagüeñas. Una de las posibles vías de solución está en el incremento de políticas activas específicas y en la formación continua a través de un sistema dual de aprendizaje. Los incentivos fiscales y las bonificaciones en la Seguridad Social también ayudarían a fomentar la contratación de jóvenes.

El Consejo Europeo, por su parte, ha creado la Iniciativa de Empleo Juvenil con el objetivo de destinar fondos para políticas de aprendizaje y prácticas para jóvenes, cuyas dotaciones son claramente insuficientes.

Si de verdad queremos salir de este pernicioso bucle de incertidumbre que atrapa a los jóvenes, necesitamos fomentar el pensamiento creativo para poner en marcha una revolución socioeconómica que modifique los conceptos de trabajo y ocio.

En otras palabras: si no aplicamos medidas imaginativas e imponemos valores económicos menos productivistas, nuestros jóvenes, que representan la generación más preparada de todos los tiempos, se convertirán en los nuevos marginados sociales.