Estos días navideños, aparte de alegría para los pequeños y nostalgia para los mayores, suelen completarse además con exceso de calorías, mordiscos en las cuentas corrientes y regalos. A una le encantan los presentes y la ingesta, y como una y otras son inasumibles sin el gasto, está dispuesta a transigir con lo derrochón y consumista que conlleven. Y también con el aumento en la báscula que proporcionen.

Con el paso de los años y la acumulación de inviernos es difícil no sentir el pálpito dolorido por los que faltan, pero la vida que tanto quita también regala, y las risas, carreras e ilusión siempre nueva y al mismo tiempo tan antigua como el mundo, reparan el hueco frío que dejaron junto al quinto espacio intercostal los que marcharon y lo llenan de un calorcillo entrañable y al mismo tiempo agridulce. Un pequeño gesto infantil, idéntico a aquel de la persona querida que nos acompañó durante los años en que no éramos los veteranos, revive la existencia de un vínculo que cada año por estas fechas proporciona el sentimiento de unidad y seguridad que muchas veces salva. La felicidad de los nietos nos devuelve la de los abuelos que ya no están, y en este mundo que sigue siendo tan hostil y violento como aquel en que Herodes se ensañó con los inocentes, es cada vez más necesario que, frente al odio irracional, la maldad incontestable, los zarpazos de la existencia y la falta de certezas, sigamos dedicando unos días a celebrarnos, regalarnos y querernos.

Como una nació católica, está encantada de celebrar el nacimiento de un Niño cuya vida toda fue un ejemplo de amor. Encantada de que las calles se llenen de luces, de que se coma mucho y se canten villancicos. De que se hagan regalos y se exalte el cariño. Y no en honor al solsticio de invierno, sino en honor al mensaje de caridad eterna que tan necesario sigue siendo. El año que nos aguarda se anuncia complicado e incierto, pero antes de que llegue, nadie nos podrá quitar los regalos de estas fiestas. Y no precisamente los materiales.

*Profesora.