La mítica película de Jean Renoir me sirve para dar pie a todo lo que está aconteciendo en este mundo, cuya globalización nos ha llenado de incertidumbres, y sobre todo de falsas noticias. Todo vuela sobre el escenario de la vida social y política, y todo parece derrumbarse al mismo tiempo. El film de Jean Renoir nos describe a unos personajes, ubicados en un castillo, en el que se desencadena todo tipo de intrigas, las pasiones más bajas y siempre esa despiadada apariencia, bajo el concepto de las reglas del juego. Pues bien, si observamos en el escenario de lo político y lo social todo parece un advenimiento de lo políticamente correcto, y en cambio nos describe una sociedad que cada vez es más descreída de sus convicciones, bajo la apariencia de una normalidad. Porque no debiera ser normal que la esfera de lo público esté carcomida por personas que amenazan a otras personas en base a no se qué clase de ideas de regeneración y de sinrazón en un país, como el nuestro, que como el resto de Europa se desmorona en sus cimientos éticos y cívicos.

Los discursos han asentado el eje de la normalidad a pesar de estar imbuidos de reproches hacia la condición humana, y lo que era un contexto de unidad de países democráticos, hoy se ha convertido en un eje del individualismo, infundado tal miedo a la población, que se retrotrae hacia comportamientos de rechazo al diferente, y convirtiendo, por ejemplo, al extranjero al enemigo que nos cuestiona nuestro status de sociedad. Y la representación pública no es capaz de subvertir este escenario, lo que conlleva que nuevos pobladores de la cosa pública tengan en ello un buen caldo de cultivo. La sociedad parece avanzar en grandes estrategias de esperanza, pero, al mismo tiempo, nos describe un submundo lleno de antipatías de unos ciudadanos respecto a otros.

Ni siquiera los postulados de izquierda y de derecha han sabido y saben anteponerse a estos discursos individualistas y radicales que por doquier pueblan nuestro mundo cuando estigmatizan personas, países e identidades. Es el miedo a perder un status de país desarrollado, o la huida del país subdesarrollado el que está marcando el efecto del individualismo de la sociedad, incapacitada para afrontar un futuro colectivo de las cosas. De ahí que no sorprenda esos escenarios de países con dirigentes ultras, caso, por ejemplo, de Venezuela menos recientes. Capaces de polarizar estructuras gubernamentales por el juego del miedo, como máxima regla de persuasión de sus seguidores. Resulta escalofriante que estos países, sociedades y desde luego la vieja Europa esté enfangada en estos discursos de intolerancia y de conservadurismo de un status que sacude todo el devenir democrático del viejo continente.

Renoir en su película pone en estático a estos personajes, para analizarlos de manera tal que conduzca al mejor conocimiento de los mismos, polarizados por sus situaciones personales. En un contexto de inicios del siglo pasado. Bien podrían ser sin quitar nada el momento actual. Esa desolación que describen sobre unos valores desdibujados ante la intemperie de sus miedos. Unos miedos que ahora más que nunca parecen haberse instalados en la sociedad y en los discursos políticos, al utilizarlos como elementos de reclamo en sus acciones políticas y públicas. Todo ello bajo el buenísmo de la apariencia del deber ser.