Las relaciones de la Unión Europea con Turquía nunca han sido muy buenas. Lo demuestra el hecho de que en 1987 aquel país presentó su candidatura a la entonces Comunidad Económica Europea (CEE), las negociaciones de adhesión no empezaron hasta el 2005 y hoy, cuando el autoritarismo del presidente Recep Tayyip Erdogan hace improbable su entrada en el concierto europeo, están encalladas. Cuando la durísima represión tras el fallido golpe de Estado del pasado mes de julio está laminando el sector de la enseñanza y de la comunicación, además de a la oposición, es obligado que desde Bruselas se oiga una voz de condena que en este caso ha sido la del Parlamento Europeo, aunque el voto que pide la suspensión de las negociaciones no sea vinculante. Pero en el actual estado de cosas europeo, con la crisis de los refugiados que no se ha sabido gestionar de una forma decente ni de acuerdo con los valores de la UE, Turquía sigue siendo un vecino necesario. A Ankara se le ha convertido en el gendarme que bloquea la llegada a la Unión de miles de refugiados a cambio de una serie de condiciones, muchas de ellas incumplidas. Y ahora Erdogan amenaza como represalia al voto del Europarlamento con abrir sus fronteras. Esta crisis se mueve de momento en el terreno de la retórica, pero lo cierto es que el sentimiento antiturco está creciendo en Europa y el antieuropeo en Turquía, lo que es una mala noticia. Y lo más lamentable es que se convierta a los refugiados en moneda de cambio.